Daños sin culpa

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Fátima Bañez, ministra de Empleo / Efe

¿El que la hace la paga? Eso dicen las leyes: el que por acción u omisión causa un perjuicio a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado. A indemnizar el perjuicio y –en las ocasiones que la sociedad reprueba más intensamente- también a purgar con una pena el daño criminal inferido al prójimo. Un gravísimo accidente ferroviario sucedido hace poco está vindicando la unión de la opinión pública y la ley, y visualiza de forma extraordinaria la demanda social de que se haga justicia. Como creemos en el principio de la responsabilidad personal e intransferible, todos –y no sólo los perjudicados- confiamos en que en un proceso justo se declare la culpa de quienes causaron el desastre, de la persona o personas que, estando en su mano, pudieron evitar el siniestro. La ley calma nuestra ansiedad de buscar un sentido a lo que sin ella sería una fatalidad divina, de restaurar en la medida de lo posible el orden trastornado por la culpa; y, al mismo tiempo, ofrece una garantía –precaria dentro de su naturaleza humana- de prevención de daños futuros.

En la estructura de una norma jurídica siempre hallamos una sanción. Es la coacción legítima del mal que sufrirá el sujeto de la norma si no obedece su contenido. Esta amenaza legal presupone la existencia de la voluntad humana, de una libertad que puede ser “manchada” con la culpa. El destinatario de la ley no puede ser nunca el azar que produce el caso fortuito ni la fuerza mayor que interviene en el mundo real con la potencia de la necesidad. Las leyes son reglas jurídicas de conducta, no prescripciones dirigidas a un sujeto colectivo, anónimo y “metahumano”, a un sistema que interfiere en la vida social movido por un resorte mecánico. En otro caso esas supuestas leyes serían un artefacto inútil. O peor aún: al no poder ser obedecidas por unos sujetos sólo imaginarios, producirían la confusión de los ciudadanos de carne y hueso y quizás también su indefensión en el caso de que su integridad o su patrimonio resultaran alcanzados por la mano -¿impersonal?- que produce el daño o la catástrofe.

No siempre la ciencia jurídica es inmune a las desviaciones. Veamos, según mi modesta opinión, una de esas anomalías. El 1 de agosto entró en vigor una Orden del Ministerio de Empleo y Seguridad Social “para la prevención de lesiones causadas por instrumentos cortantes y punzantes en el sector sanitario y hospitalario”. Es una norma de prevención laboral que pretende reducir al máximo los riesgos de heridas e infecciones asociadas al uso de ese instrumental (incluidas las agujas de jeringuillas). El bien jurídicamente protegido es la salud de los trabajadores de los establecimientos médicos (públicos y privados). Pero no olvidemos que la seguridad laboral de dichas personas está directamente vinculada a la salud de los pacientes ingresados en los centros en los que aquellas trabajan. La Orden exige a los empresarios y trabajadores del sector (a través de una serie pormenorizada de obligaciones positivas y de prohibiciones) un repertorio de buenas prácticas profesionales. A los efectos que me interesan, les propongo la lectura de su artículo 4, apartado 11. Comienza con una cuestión de principio impersonal, un mandato retórico dirigido a un sujeto indeterminado y que, pese a ello y a su carácter genérico en relación al comportamiento prescrito, puede tener mayor importancia de la que aparenta si dicha cuestión de principio penetra más en el ordenamiento jurídico. El mencionado artículo 4 trata en su primer inciso de “promover la cultura ´sin culpa´. Y continúa de esta manera: “los procedimientos de notificación de incidentes se deben centrar en factores de orden sistémico más que en errores individuales. La notificación sistemática [?] se debe considerar como un procedimiento aceptado”.

Los casos fortuitos de infección médica u hospitalaria se dan con relativa frecuencia, sobre todo en áreas específicas de mayor riesgo, como los laboratorios de análisis. No hay culpa si posteriormente el trabajador infectado tiene la prudencia de no contagiar a los demás. Es una evidencia que deberá resistir la prueba de la casuística cotidiana. La Orden, sin embargo, crea un axioma y pone la venda antes de la herida: no hay culpa. Con carácter universal. ¿Por qué?

España, como Italia o Portugal, es un país de tradición católica bajo la órbita ideológica del Vaticano. En esa tradición la culpa por los daños inferidos al prójimo –el “pecado”- se lava en el confesionario, por las indulgencias plenarias o gracias a la intercesión de los santos. Sin la necesidad –muchas veces- de dejar un rastro en la sociedad. En los últimos años, bastantes políticos de países protestantes han dimitido por corrupción o, simplemente, por mentir al Parlamento o a los electores. También algunos financieros implicados en la recesión económica han sido sentenciados en firme –en las latitudes donde prosperó la Reforma- a penas de cárcel o han devuelto al Estado las ayudas públicas recibidas. A otros, ladrones, les han confiscado el producto de sus robos. Sin embargo, en la España alegre y católica que desprecia a Calvino, la tierra de la mentira política y los seis millones de desempleados, el sur europeo de los desmanes mayúsculos, en esa España donde el Primado de la Iglesia no dice nada al respecto, los responsables de tanto mal duermen plácidamente la siesta (salvo en Baleares, donde algunos duermen "a la sombra"). Mediado el verano, reina el sopor y la calma chicha y la Ministra de Empleo, Fátima Báñez, promueve en el Boletín Oficial la cultura “sin culpa”. Esta mujer es una santa.

2 Comments
  1. ivg56 says

    No voy a defender yo a la Virgen del Rocío, pero la OM a que se alude no es un invento de la ministra sino una traducción/transposición obligada de una Directiva de la UE.

  2. FB says

    Efectivamente, ivg56, pero, como se dice en el preámbulo, el contenido del acuerdo europeo que se traspone se adapta a la realidad española. En mi opinión, no es una traducción literal. Un cordial saludo.

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