Sexualidad penosa

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Imagen de la web de Instituciones Penitenciarias que muestra una habitación para "comunicaciones íntimas" de los reclusos. / institucionespenitenciarias.es
Imagen de la web de Instituciones Penitenciarias que muestra una habitación para "comunicaciones íntimas" de los reclusos. / institucionespenitenciarias.es

En la cárcel no desaparece el derecho a la intimidad. Es cierto que la pérdida de la libertad comporta otras muchas penas que no están en el Código y el autor de un delito grave debe aceptarlas. Por su mala cabeza. El criminal no puede, por ejemplo, desarrollar plenamente su sexualidad en el centro donde ha sido internado, por razones obvias. Pero, aun privado de libertad, a los reclusos no se les deben negar sus derechos a la intimidad afectiva o ponerles trabas injustificadas, más allá de los límites impuestos por la normativa penitenciaria. Como ya manifestó el Tribunal Constitucional en 1987, “una de las consecuencias más dolorosas de la pérdida de la libertad es la reducción de la intimidad de los que [la] sufren…pues quedan expuestas al público, e incluso necesitadas de autorización, muchas actuaciones que se consideran privadas e íntimas”.

En ocasiones lo malo necesario (la restricción de la afectividad espontánea de los presos y las limitaciones reglamentarias de su libertad sexual) se convierte en lo peor por simple capricho administrativo, aunque oficialmente entre en escena la seguridad del establecimiento penitenciario. Entonces el poder público, que ya ha fiscalizado la relación fugaz de dos individuos en un espacio que es casi un teatro de su intimidad personal, avanza un paso y, como si no fuera más que un pedazo de carne, se apodera del cuerpo del interno. Como si se tratara de una propiedad del Estado. A la degradación legal de la intimidad humana (la del interno y de rebote la de su pareja) se le suma otra ilícita (la vejación y la exhibición pública del cuerpo del preso). Privar de libertad a un criminal no significa encerrar también el movimiento natural de su dignidad. La ley no autoriza la agravación arbitraria de la pena de reclusión. Si, no obstante, los funcionarios de prisiones o los jueces descargan sobre su persona un exceso que transgrede la ley, el recluso tiene derecho a que ésta le otorgue su amparo.

Cacheos

J.C., interno en el centro penitenciario de Jaén, mantuvo los días 7 de octubre y 6 de noviembre de 2010 dos comunicaciones vis a vis. Al término de las mismas, el jefe de servicios del centro ordenó que se le practicaran sendos cacheos mediante registros corporales con desnudo integral ante la sospecha de “que pudiera ocultar en su cuerpo algún objeto o sustancia prohibida tras la comunicación vis a vis”. Al carecer los registros de una motivación concreta, don J.C. se quejó al Juzgado Central de Vigilancia Penitenciaria por la lesión inferida a su derecho a la intimidad personal, una queja que el Juzgado inadmitió. Meses después, la Audiencia Nacional confirmó los cacheos, basados en motivos genéricos de seguridad, con la sorprendente afirmación de que “la comunicación íntima tiene como contrapartida el control a posteriori mediante el desnudo integral del interno, de modo que sólo cuando ese cacheo se haga de forma inadecuada, ofensiva o con abuso o desviación de poder será reprochable la actuación de la administración, pero no por la realización del examen corporal en sí. Según la Audiencia, los cacheos son el precio legal que el interno tiene que pagar si quiere disfrutar de su intimidad sentimental. ¿Se han enterado de las posibilidades que encierra este guión judicial los de la cadena Playboy? Y, además, gratis total y nacional. Un filón para todos los torrentes de la sociedad del espectáculo.

La motivación oficial del primer cacheo integral sufrido por el interno (7 de octubre de 2010) fue: “por sospechar que pudiera ocultar en su cuerpo algún objeto o sustancia prohibida tras la comunicación de vis a vis”. La del segundo (6 de noviembre de 2010) fue: “sospechas de que pueda introducir en el Centro objetos o sustancias que puedan suponer un riesgo para la seguridad del establecimiento o sus trabajadores”.

La legislación penitenciaria dice que las medidas de seguridad en las cárceles se rigen por los principios de necesidad y proporcionalidad, y -siempre pero en especial cuando se practiquen directamente sobre las personas- se llevarán a cabo con el respeto debido a su dignidad y a sus derechos fundamentales. También dice que se dará preferencia a los medios electrónicos y sólo en circunstancias justificadas –cuando existan razones individuales y contrastadas que hagan pensar que el interno oculta en su cuerpo algún objeto peligroso o sustancia ilícita- se podrá realizar un cacheo con desnudo integral.

El Tribunal Constitucional ha establecido una doctrina, consolidada y pacífica, que desautoriza radicalmente la práctica en los establecimientos penitenciarios españoles de cacheos como el sufrido por el interno J.C. Esa doctrina es una constante al menos desde el ya muy lejano año 1994.

Si alguien piensa que este artículo es una apología del amor libre en las cárceles, de las reuniones familiares sin cortapisas o de alguna otra relajación anárquica de sus normas de seguridad, yerra. Como dije al principio, los internos deben soportar necesariamente una merma legal de sus derechos fundamentales. Pero siguen siendo ciudadanos, no animales estabulados a los que se pueda inferir cualquier ofensa que menoscabe su dignidad humana sin motivos específicos y justificados. En las cárceles no se pierde el sentido del pudor personal, y me parece una anomalía muy grave la reiteración con la que la Administración penitenciaria niega y lesiona los derechos de los internos. Y más grave aún me parece que los jueces despachen estos asuntos con un desconocimiento supino de la doctrina constitucional. Sin que nunca pase nada, como si la ignorancia de la ley fuera una mercancía defectuosa y la corporación de los que la aplican y la interpretan gozara de una inmunidad similar a la de las sociedades de responsabilidad limitada. Así nos va en el país en que la culpa es la lotería negra de los parias y los indefensos. El país del bingo en el que sólo los desgraciados responden. O casi.

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