Los gritos por la liberación de los «presos políticos» ya no son sólo independentistas

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Imagen general de la manifestación. / Assemblea Nacional

La superficie de la Plaça d’Espanya de Barcelona (entendemos que el lugar no fue elegido porque sí) es de 34.000 metros cuadrados. Desde allí a los Jardins de les Tres Xemeneies hay dos kilómetros de largo por unos 50 metros de ancho de Avinguda Paral·lel. Todo eso estaba lleno de gente el pasado domingo, de tanta gente que resultaba imposible entrar o salir de la concentración para desesperación de los desinformados que simplemente pasaban por allí.

Antiguamente, cuando había una gran manifestación en España, de ese tamaño o mucho menor, fueran las 350.000 personas que dijo que había la Guardia Urbana o las 750.000 que contaron los convocantes de esta manifestación para pedir una vez más la libertad de los “presos políticos”, uno esperaba la reacción del gobierno, que si la memoria no me engaña solía reaccionar con algo así como “tendremos en cuenta las demandas de estos colectivos” e incluso a veces alguna pequeña concesión política.

A día de hoy, medio año después de que los líderes políticos independentistas empezaran a ingresar en prisión (donde muchos siguen), la única respuesta del Estado que se espera cuando hay movilizaciones masivas en clave independentista de este tipo -cada vez más amplificada hacia otros sectores- es la próxima orden de prisión del juez Llarena o la investigación de esta nueva especie de presuntos terroristas que ni siquiera tienen armas. Porque para el gobierno de Rajoy Cataluña es demasiado española como para permitirle un referéndum, pero demasiado poco como para escuchar a sus calles (bueno, sí, escucha, se une y aplaude sólo a una parte) o dar alguna viabilidad política al 55% de electores catalanes que votaron en las últimas autonómicas por el derecho a la autodeterminación.

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Así que una marcha que en cualquier otro contexto tendría fastos de histórica, la de este domingo no fue más que rutinaria, porque ya van muchas, y a la mayoría de manifestantes se les veía ya acostumbrados, resignados, más enfadados por chocar contra un muro y tener a sus líderes políticos encarcelados o exiliados que ilusionados por ser aún capaces de movilizar a tanta gente. Lo de siempre: lazos amarillos y banderas estelades hasta en los collares de los perros (¿qué pensaran ellos?), gritos de "Puigdemont president!" de "¡os queremos en casa!" y en general todas las pancartas imaginables contra el Estado español y por el regreso de los líderes encarcelados.

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Una de las pancartas de la manifestación pidiendo no más "rehenes". / Assemblea Nacional

Lo de siempre con una salvedad. No se puede decir que los independentistas hayan conseguido convencer a parte de la izquierda española o no secesionista de que su causa es la justa, puesto que permanecen  las críticas a la declaración unilateral de independencia o a la aprobación de la ley de transitoriedad, y en algunos casos a la mera celebración del referéndum sin contar con la aprobación constitucional. Aunque cada vez son menos, aún quedan algunos esperanzados a la izquierda del PSC en Cataluña que confían en un avance progresista en toda España, de la mano. Muchos de los votantes de la CUP o de Esquerra de última hornada, algunos todavía no independentistas convencidos, han dado el paso pensando que es el paso más corto a tener un gobierno progresista.

Quien lo ha hecho, quien de verdad ha animado a que gente no independentista (como Julio Anguita, por ejemplo, en declaraciones a Catalunya Ràdio) empiece a hablar de “presos políticos” y a sumarse a manifestaciones como la del pasado domingo en las que hace seis meses se hubieran sentido mucho más incómodos es la Justicia española manteniendo en prisión preventiva a unos políticos que intentaron cumplir su programa electoral saltándose una ley que les impedía votar. Como ayer, en el 99.99% (sirva la cifra como metáfora y no como dato) de movilizaciones independentistas no ha habido signo alguno de violencia. No podemos decir lo mismo de la intervención del Estado para intentar frenar -encima de manera fallida- las votaciones del referéndum del 1 de octubre.

Con el también dudoso pretexto de la independencia judicial contra la que un gobierno no debería intervenir, Rajoy sigue inmóvil y “subrogando” (tomo el término prestado a Josep Ramoneda en entrevista a diario Público) el manejo del conflicto a las autoridades judiciales. Metiendo el miedo a manifestantes a los que tilda de terroristas sin ninguna base, insistiendo en calificar de violenta una rebelión que no lo ha sido, la Justicia ha acabado por convencer a muchos no independentistas de que sí, en efecto, hay presos políticos.

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Es como cuando un hijo insiste e insiste a su padre para ir al parque y al padre no le apetece nada pero sabe que es su deber y con cara de resignación se pone el jersey, el abrigo e incluso el sombrero de los domingos y “vaaalee, vamoooos”. A los sindicatos, como Comisiones Obreras o UGT, integrados ahora en la entidad cívica Espai Democràcia i Convivència, se les veía un poco más animados al lado del president del Parlament Roger Torrent que a ese hipotético padre, que bien podía ser en la vida real Pablo López, un parado de 37 años ex trabajador de la metalurgia que con rostro serio y acompañado de su hijo abandonaba la manifestación portando una enorme bandera republicana.

“No, no soy independentista, para mí ser independentista o no no es en sí un valor, me siento más cercano en función del eje izquierda-derecha. Pero estoy en contra de la represión del estado español, de la existencia de presos políticos y de que no se pueda votar y, como esta manifestación es más inclusiva más allá de la independencia, por eso he venido”, dijo Pablo. Preguntado, su hijo de cinco años respondió con ese gesto de levantar los hombros y arrugar el rostro que se usa tanto últimamente en los emoticonos del Whatsapp.

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Imagen general de la concentración. / Assemblea Nacional

Como Pablo, como los sindicatos o como Julio Anguita, se va rindiendo la izquierda española a esa denominación de “presos políticos” que en un principio le costó tanto aceptar y que a golpe de llarenazo va cobrando cada vez más fuerza y sentido, sobre todo cuando la propia justicia alemana pone en entredicho la orden de detención por rebelión. Dentro de poco sólo faltara que el PSOE dé un paso de esos que nunca da después de sus constantes caídas y de soltar la retahíla autocrítica sobre el acomodamiento y la elitización de la socialdemocracia europea y española en tiempos de crisis y auge del populismo.

Esa presencia creciente de voces no independentistas fue seguramente la gran novedad de una manifestación por lo demás “anodina”, en palabras de otro manifestante, Àlex Solà, este sí independentista, resignado ya “a que la gente siga yendo, manifestación tras manifestación, llueva o haga sol, y que realmente nunca produzcan ningún efecto específico, nunca se consigue nada excepto visibilizar el descontento de la población”. “Existe un fallo en la cadena de transmisión entre el pueblo y los gobernantes, tanto españoles como catalanes”, añadía este periodista de 32 años que en el caso catalán pide “un paso adelante” hacia la independencia.

No estaba de acuerdo con él Tònia, de 55 años, militante de Esquerra y  más partidaria de “formar un gobierno efectivo sea como sea para acabar con el 155”.  “Los partidos se están reubicando porque lo que ha hecho Llarena es descabezar a todos los líderes políticos de los partidos independentistas”, añadió Tònia, una de los 2.286.217 catalanes que votó el uno de octubre de 2018 en un referéndum no autorizado por el gobierno español seguramente con la esperanza de presionar por una respuesta o concesión política del mismo que, siete meses y medio después, todavía no ha llegado. Y lo que es peor: ni se le espera.

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