Un hospital a la fuga

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El doctor Qasem, ante la 'farmacia' del hospital de campaña de Quseir. / Mónica G. Prieto

QUSEIR (SIRIA).- Hubo un tiempo en que el doctor Saleh atendía a los heridos de bala en su gabinete, una diminuta estancia amueblado con una camilla y un escritorio donde luce sus diplomas de Medicina. Y en el pasillo de su casa. Y en su dormitorio. Y en la sala de estar... En cualquier lugar, menos en su lugar de trabajo: el Hospital Nacional de Quseir, al noroeste de Damasco, de donde este neumólogo que ejercía de director del centro médico fue expulsado junto al resto del personal.

Ahora, Saleh trabaja en el hospital de campaña de Quseir, un centro clandestino dotado con lo básico para atender a heridos y con un personal que supera la decena de personas: todo un lujo comparado con unos meses atrás. Es el último emplazamiento de un hospital a la fuga, un concepto de clínica secreta de guerra que ha tenido que cambiar de lugar en cinco ocasiones huyendo de los ataques del régimen. Y el embrión de este centro médico se gestó, precisamente, en la vivienda particular de Saleh.

“Al principio de la revolución, tratábamos a todos los heridos en el Hospital Nacional, fuesen del bando que fuesen. Teníamos espías que escribían los nombres de los pacientes y los entregaba a las autoridades. Me recriminaron que tratase terroristas, como les llamaban, pero no tuve mayores problemas. En septiembre pasado, convirtieron el hospital en base militar y nos quedamos sin lugar para atenderlos. Así que convertí mi casa en una clínica”, explica el pausado médico.

Una de las salas del hospital de campaña de Quseir. / Mónica G. Prieto

Una clínica improvisada donde su esposa ejercía de enfermera y donde sus hijos observaban a su padre curtirse en un oficio para el que nadie está preparado hasta que no llegan circunstancias adversas: la medicina de guerra. El principial reto del doctor era que sus pacientes llegasen con vida, dado que su casa está situada a pocos metros del edificio del Gobierno Municipal de Quseir, convertido también en posición del Ejército sirio y desde donde, aún hoy, se sigue disparando a quien se acerca.

El doctor Saleh conduce a toda velocidad por callejones evitando las calles más amplias, fáciles de atisbar desde el edificio oficial. Frena en seco en un patio trasero y conmina a sus acompañantes a agacharse: hay que caminar medio centenar de metros, superando varios escalones y pegados a un muro, hasta llegar al grupo de casas donde habita el médico. Uno de los muros tradicionales de adobe ha sido parcialmente derribado. “Era la única forma de tener espacio para transportar a los heridos la interior de la casa”, aduce Saleh. “No podemos utilizar la puerta principal porque da al baladiyat”, explica en referencia a la sede municipal. “Así que cada herido que caía en Quseir tenía que repetir el mismo recorrido que usted para poder ser tratado en mi gabinete”, dice negando con la cabeza, mientras se adentra por una puerta que da a la estrecha cocina de la vivienda. Allí, su mujer cocina pasta con tomate en una enorme sartén. Es fácil imaginarse que los heridos sorteando los fogones y las canastas con verduras para desplomarse en la camilla de Saleh. “Tres murieron en el camino”, añade el doctor en tono desolado.

La casa pasó meses convertida en un lugar clave para la atención de heridos en Quseir, una localidad fronteriza de 40.000 habitantes situada en la provincia de Homs en la que, tras padecer una dura ofensiva con artillería pesada hace tres meses, sólo quedan menos 10.000 personas. Pero el número de heridos y el hecho de que Quseir sea una de las principales vías de escape de Siria hacia el Líbano, refugio de entre 20.000 y 30.000 sirios, obligó al doctor Saleh y otros facultativos de la ciudad a abrir centros de emergencia clandestinos con espacio y personal suficiente como para poder atender, al menos, a varias víctimas a la vez. “Por mi despacho llegaron a pasar 15 heridos en una hora. En el pasillo yacían hasta 15 personas. Hubo un momento en que albergaba a 70 heridos en mi casa. En esta camilla, murió mi sobrino por un disparo de francotirador”, concluye señalando el camastro de su despacho.

El médico muestra el equipo de esterilización del quirófano del centro clandestino. / Mónica G. Prieto

Sus peripecias no tienen nada que envidiar a las del doctor Qasem, otro alto cargo del Hospital Nacional de Quseir, a quien las autoridades intentaron arrestar en cuatro ocasiones acusándole de “atender a terroristas”. “Una vez ocurrió en el hospital, pero me avisaron y tuve tiempo de salir corriendo. Otra vez me pasó en un puesto de control. Y otra en una casa: cuando supe que venían a por mí, tuve que huir del lugar saltando de muro en muro por los patios traseros”.

El doctor Qasem recuerda que, en septiembre, la primera opción de los facultativos que querían seguir trabajando y se habían quedado sin centro laboral fue una policlínica gubernamental de Quseir, pero afirma que “había tantos checkpoints que no se podía llegar”. Eso les llevó a crear una suerte de clínica privada en el sótano de una fábrica situada en la zona agrícola de la ciudad, donde “llegamos a trabajar 12 empleados durante dos meses. Por aquel entonces no teníamos más de dos o tres heridos al día, y no más de cuatro operaciones por semana”.

Después, relata Qasem, un puesto de control del Ejército se situó justo al lado, disuadiendo a todo herido de intentar llegar la lugar. “Nos movimos a una casa privada situada en el centro de la ciudad, muy pequeña y con problemas en el suministro de agua y electricidad, lo cual no ayudaba. Un mes después, las baterías del Ejército de Assad se situaron justo detrás de nuestra posición, obligándonos a buscar un nuevo emplazamiento”, prosigue el doctor con resignación. “Nos movimos a otra casa muy antigua, durante un mes y medio. Los cohetes que caían en las proximidades nos obligaron a mudarnos de nuevo”.

Un herido en una de las habitaciones de la clínica. / Mónica G. Prieto

Hasta el pasado febrero, la violencia del régimen sirio contra la localidad de Quseir se ejercía mediante los francotiradores, establecidos en diferentes posiciones en toda la ciudad como la de la sede municipal. Las manifestaciones se celebraban en el centro de la ciudad, a pocos metros de la vivienda de Saleh. “Con cada protesta se duplicaba el número de heridos”, explica el mencionado médico. Pero a medida que el régimen lanzó su artillería pesada, las necesidades cambiaron.

Hace pocos meses comenzaron a abrirse nuevos centros -cuatro, uno en cada sector de Quseir- asistidos con enfermeros y voluntarios donde no se pueden realizar cirugías pero si ofrecer primeros auxilios. Hay otras nueve clínicas similares en diferentes puntos del municipio de Quseir, que consta de 14 pueblos: la que más heridos ha recibido es sin duda la clínica jaima, situada en plena frontera y destinada a tratar a los heridos antes de ser evacuados al Líbano.

El 'hospital jaima' situado en la frontera con el Líbano. / Mónica G. Prieto

El resto trata dolencias y heridas menores e incluso asiste partos –Suleiman, el orgulloso enfermero de uno de ellos, situado en un antiguo colegio, presume de haber ayudado a nacer a dos niños- y, cuando llega un herido grave de bala, le ayudan a acomodarse en un vehículo rumbo al único hospital de campaña, heredero de aquel originario instalado en las granjas, dotado de una sola sala de operaciones. Consta de cinco habitaciones donde aún se conserva el mobiliario de los dueños. En una de las salas, una enorme estantería cargada de libros ha sido cubierta por plástico transparente para que no los volúmenes están a salvo de las manchas de sangre.

Saleh y Qasem han vivido jornadas penosas estos meses azuzados por la falta de medios y de manos. “En una ocasión, un tanque disparó contra una vivienda. Murieron cinco niños, sus cuerpos quedaron reventados”, se lamenta el segundo. “Para mí, el peor día fue uno en que recibimos a una familia entera víctima de un ataque de artillería: tres miembros habían muerto, la madre y uno de los hijos estaban heridos graves. Ambos sobrevivieron una hora, y ambos fallecieron exactamente al mismo tiempo pese a nuestros esfuerzos. Una de las hijas había perdido una pierna: cuando se dió cuenta, sus gritos podían oírse en todo el hospital. Todo el personal estalló en llanto”.

El quirófano del hospital de campaña de Quseir. / Mónica G. Prieto

Ahora que el alto el fuego relativo ha dado una pausa en la confrontación siria, los médicos del hospital de campaña de Quseir, en cuyas cinco habitaciones trabajan tres doctores y una docena de enfermeros, se esfuerzan por acopiar suministros a la espera de la siguiente arremetida. “Nos falta anestesia, equipos de esterilización y medicamentos de todo tipo. Desde hace cuatro meses no podemos traer medicinas de otros lugares de Siria por el cerco militar, y de las farmacias ya nos lo llevamos todo hace meses”, lamenta Saleh. La entrada de suministros por la frontera con el Líbano, aduce Qasem, es cada vez más difícil porque “ambos lados tienen interés en que permanezca cerada” y todo eso les sume en cierta desesperanza. Porque el hospital sigue a la fuga, dado que las clínicas privadas suelen ser objetivo de las fuerzas de Bashar Assad, y no saben por cuánto tiempo podrá mantenerlo abierto.

Un centenar de pacientes, coinciden los médicos, suelen recibir asistencia en el mismo a diario. “No puedo entender que el mundo entero tenga como prioridad construir hospitales y nuestro presidente los destruya”, asegura Qasem, chasqueando la lengua. “El régimen considera más peligroso un maletín médico o una cámara de vídeo que un arma. Lo que más que cuesta entender es que sea un médico, Assad, el que razone así”.

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