Navas de Tolosa, algo más que una batalla

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Las siluetas de los guerreros, en torno al Museo de las Navas, parecen decir: "800 años nos contemplan". / M. Martorell

Cuesta encontrar el Museo de las Navas de Tolosa. En la autovía A4, poco antes de que Despeñaperros abra de par en par las puertas de La Mancha, hay unos carteles indicando su ubicación en Santa Elena. Pero, una vez en el pueblo, desierto por el calor asfixiante, terminas perdiéndote y hay que preguntar al “pastor”, como tuvieron que hacer los reyes Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra para sorprender por la retaguardia al Ejército almohade de Emir al Muminin (príncipe de los creyentes) Muhamad al Nasir, más conocido en las crónicas cristianas como Mir al Mamolín o, sencillamente, Miramamolín.

En recepción reconocen la mala señalización y aseguran que colocarán nuevos indicadores. El museo, inaugurado hace tres años, está ubicado en la zona donde se desarrolló esta trascendental batalla el 16 de julio de 1212, hace ahora 800 años, un acontecimiento que cambió el curso de la Historia ya que, controlado el estratégico paso, los castellanos vieron el camino expedito para conquistar todo el valle del Guadalquivir, lo que, a la postre, determinó el fin de la presencia musulmana en la Península.

Dentro del edificio, las exposiciones y las presentaciones divulgativas permiten concluir que aquello fue mucho más que la derrota de Miramamolín. Unas grandes banderolas en la rampa de acceso a la sala central explican cómo, en realidad, aquel día se enfrentaron dos sistemas sociales y económicos.

Los reinos cristianos, en plena formación, todavía concebían la guerra como operaciones para ampliar territorios y engrosar las arcas reales gracias al botín y a los nuevos tributos que se conseguían. En este caso concreto, también fue determinante la necesidad de “dar una lección” al Imperio Almohade que, tras la humillante derrota en Alarcos el año 1195, había dejado de nuevo a Castilla y a la importante plaza de Toledo a merced del islam.

A los reinos cristianos les faltaban tres siglos para ser considerados Estados en el sentido estricto del término. Ni siquiera tenían ejércitos permanentes y, cada vez que iniciaban una ofensiva, debían reclutar las huestes más con el incentivo de repartir el botín de guerra que de defender un modelo cultural o religioso. De hecho, los caballeros franceses que, con miles de soldados de infantería, acudieron a “la cruzada” de Inocencio III, ni siquiera participaron en el combate y se volvieron a casa, con las alforjas bien llenas, tras la toma de Malagón.

En la vitrina izquierda se aprecia el "arco reforzado" de la caballería kurda. / M. M.

Por el contrario, los reinos musulmanes llevaban cuatro siglos manteniendo un desarrollado sistema social, político y económico estrechamente vinculado a Oriente Medio a través del Mediterráneo y el norte de África. Con ejércitos estables, en buena parte integrados por fuerzas mercenarias al servicio del califa, los conocimientos científicos, culturales e incluso la tolerancia religiosa estaban mucho más avanzados. Precisamente, el enfrentamiento entre la orientación rigorista y autoritaria de los almohades y los restos del esplendor omeya, representado por los Reinos de Taifas, es considerado hoy una de las causas, además de la derrota militar, del declive almohade en Al Andalus.

Respecto a la batalla propiamente dicha, sorprende en la muestra explicativa central, donde se reproducen objetos diversos, la indumentaria y las armas utilizadas, el protagonismo de los jinetes kurdos que, armados de potentes "arcos reforzados", componían la “caballería ligera” del ejército musulmán. Según los últimos estudios, estas unidades, de gran movilidad y capacidad de combate, se habían quedado “descolgadas” del Imperio Ayubida al morir en 1193 su fundador, Saladino, que les había enviado al Magreb para frenar a los almohades. Derrotados en la zona de Túnez, quedaron al servicio de Miramamolín, siendo su actuación clave en la victoria de Alarcos. Su táctica, realizando sucesivos ataques y retiradas con gran rapidez, diezmaba a la infantería y desconcertaba a los lanceros de la “caballería pesada” cristiana.

El escenario de la batalla, hoy cubierto de arbolado, visto desde la atalaya del museo. / M. M.

Quienes han investigado el desarrollo de la batalla aseguran que el emir Al Nasir quiso repetir la jugada en “las navas” (valles) próximas al llamado castillo de Tolosa, pero aquí, en un terreno escarpado, con pequeños barrancos, la “caballería ligera” se vio paralizada, mientras que, por el contrario, el grueso de las fuerzas almohades quedaron a expensas de los lanceros castellanos, aragoneses y navarros, quienes, encabezados por Sancho El Fuerte, asaltaron el campamento central de Miramamolín, deshicieron las defensas encadenadas de su guardia real y le obligaron a emprender la huida.

Tras la batalla, la explotación del éxito permitió a los cristianos ocupar importantes plazas fortificadas, como Baeza y Vilches, en cuya iglesia todavía se exhiben algunos de los trofeos. Las cadenas del escudo de Navarra igualmente siguen recordando el protagonismo de su rey y de los doscientos caballeros que le siguieron en el asalto final al palenque.

Crónicas de la época destacan, sin embargo, que la mayor parte de las muertes se produjeron persiguiendo por toda la comarca a un ejército que huía, ya sin su jefe, en desbandada. La consigna era no hacer prisioneros. Una atalaya, a la que se accede en ascensor, permite otear de forma panorámica el escenario de una matanza en la que, según algunos cálculos, se dio muerte a unos 70.000 combatientes. Las figuras de varios guerreros, de ambos bandos, inertes al pie de la torre, parecen seguir reflexionando, 800 años después, sobre aquella sangría sin piedad.

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