Andreotti se lleva a la tumba los secretos más oscuros de la reciente historia de Italia

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Lucia Magi *

Andreotti recibe la comunión de manos del entonces Papa Benedicto XVI, durante una misa celebrada en El Vaticano, el 20 de octubre de 2006. / Danilo Schiavella (Efe)

ROMA.– En diciembre de 1970, Julio Borghese, príncipe cercano a los ambientes fascistas prepara un golpe de estado. En la primavera de 1978, las Brigadas Rojas asesinan al presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, tras dos meses de secuestro. En mayo de 1992, una bomba desgarra la autopista de Palermo y hace volara el coche de Giovanni Falcone, magistrado antimafia. Son crímenes que no tienen culpables ciertos: sí existen ejecutores materiales, pero aún faltan los responsables que dieron la orden, los cerebros, escondidos en el doble fondo del Estado italiano. En estos nudos opacos de la historia reciente del país, estaba anclado, siempre y cada vez con un cargo clave, Giulio Andreotti. El enigmático político democristiano falleció ayer a los 94 años en su casa del centro de Roma. Encarnó el poder desde el final de la II Guerra Mundial que acabó con la dictadura y llevó a la República hasta principios de los años noventa, cuando una investigación anticorrupción barrió su partido, sin salpicarle. En el imaginario colectivo, representó durante décadas el político por excelencia, digno sucesor de Maquiavelo, con sus planes, sus silencios, sus maniobras y su profundo sentido de las instituciones.

En 1946, fue el más joven miembro de la Asamblea Constituyente, que redactó la carta republicana. Desde entonces, no salió más del Parlamento. Fue siete veces Jefe del Gobierno, 34 veces ministro, cuando no era titular de una cartera se sentaba entre las filas de los democristianos, hasta que en 1991 su camarada, Francesco Cossiga, entonces Jefe de Estado, le nombró senador vitalicio. Mereció una serie bien nutrida de apodos: El Divino, Julio César, Belcebú. El Jorabadito

Nació el 14 de enero de 1919, justo en el año en el cual don Luigi Sturzo fundaba el Partido Popular. La I Guerra Mundial acababa de terminar y Roma era una ciudad asolada por la pobreza. Hijo de un maestro de escuela, al año de vida su madre murió. No prestó el servicio militar porque el médico sentenció que era demasiado inestable de salud: “Puede morir en seis meses” escribió en el parte. Doctor en Derecho y periodista, Andreotti se mantuvo fiel a una rutina cotidiana casi monástica: se despertaba antes del amanecer en su piso del Corso Vittorio Emanuele, a pocos metros de la Ciudad del Vaticano, y acudía andando a la misa en la cercana iglesia de San Juan de los Florentinos. El gusto por los paseos en la ciudad vacía, aún dormida, arropado por la escolta, le caracterizó siempre y debía de regalarle una tregua a la jaqueca que le afligía.

Austero y silencioso, cínico e irónico, sus detractores ven en él el político calculador y sin escrúpulos, mientras sus seguidores, un estadista como ya no existen, alguien que supo entablar alianzas en los momentos más críticos de la Primera República. Decía que “el poder desgasta sólo al que no lo tiene”. Se mantuvo aferrado a ello hasta que pudo. Y hasta que pudo aprovechó contactos, informaciones y favores. Fue un aliado permanente de la Democracia Cristiana chilena. Sobre todo durante el régimen militar. Juan Hamilton, por entonces encargado de las relaciones exteriores de la DC, dijo que, desde 1974 y hasta 1989, una vez al año viajaba a Roma para solicitarle apoyo material y político. Millones de dólares fluyeron a Chile.

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Aldo Moro, en una imagen captada en 1978 por los miembros de las Brigadas Rojas que le secuestraron. / Wikipedia

El momento en el que empezó su declive tiene una fecha precisa: el 27 de marzo de 1993, día en el cual la Fiscalía le informó que le estaba investigando por “actividad mafiosa”. El niño mimado del partido más fuerte, amigo de cardenales, papas, banqueros y masones, estimado en Washington y apreciado en el mundo árabe, empezó a caer cuando le falló aquel entramado de poderes políticos, económicos y eclesiales. Los Jueces establecieron que hasta 1980 Andreotti se había reunido con varios mafiosos, pero los hechos ya estaban prescritos.

Con la muerte del Divino Giulio, se van a la tumba algunos de los más importantes misterios italianos. Entre muchos, el de los 55 días del secuestro de Aldo Moro, 55 días que cambiaron el país. La mañana del 16 de marzo de 1978, 10 brigadistas mataron a los agentes que escoltaban a Aldo Moro, el presidente del primer partido italiano, y le secuestraron. Desde aquel momento, Roma escondió un agujero negro en su vientre caótico. Un puntito invisible a centenares de investigadores, policías y carabinieri: la prisión del pueblo, en la jerga terrorista. Aquella mañana, se instalaba el cuarto Gobierno guiado por Andreotti, el primero que contemplaba el apoyo externo del Partido Comunista, resultado para el cual la labor de Moro había sido constante y a menudo en contraste con los dirigentes de su partido. Cuatro hombres y una mujer mantuvieron al diputado en un pequeño piso, en una habitación tras una estantería, interrogándole y dejándole escribir sus reflexiones y cartas. En la cárcel secreta escribe, pide ayuda, envía cartas al presidente de la República, a políticos, a su familia. En el exterior, lo están buscando: policía, servicios secretos. Es un hombre importante, hasta el Papa reza por su liberación. Italia, allá fuera, estaba convulsionada pero inmóvil entre la búsqueda y la indecisión sobre si negociar. La DC estaba dividida. Algunos de sus miembros hasta consultan una médium para pedir la ayuda del Más Allá. Finalmente prevalece la línea de la firmeza. No se negocia con los terroristas. Aldo Moro es condenado a muerte. Su cuerpo torcido en el maletero de un Renault rojo congela en una imagen un momento dramático y crucial de la vida del país.

En marzo del año siguiente, cuatro disparos acaban con la vida de Mino Pecorelli, periodista de la revista Op, en la cual acababa de publicar algunas de las cartas que Moro había presuntamente escrito en los días de su cautiverio. Los documentos, según Pecorelli, eran parte de los papeles incautados por la Policía en una base de los Brigadistas. Moro contaba que política y mafia tenían contactos y el nombre de Andreotti aparecía varias veces. En 1995, Tommaso Buscetta, peso pesado de la Mafia siciliana empezó a colaborar con los magistrados de Palermo y relacionó en sus confesiones a el Divo con la muerte de Pecorelli. Por eso se llegó también a investigar a Andreotti, que fue juzgado dos veces: por asociación mafiosa y por su posible implicación en el asesinato del periodista. Del primero de los cargos se libró sólo porque había prescrito el delito, ya que según la sentencia emitida en 2003 por el Tribunal de Apelaciones de Palermo (y confirmada luego por el Tribunal Supremo) Giulio Andreotti mantuvo "una auténtica, estable y amigable disponibilidad hacia los mafiosos hasta la primavera de 1980". Respecto al cargo de complicidad en el asesinato de Mimo Pecorelli, Andreotti fue absuelto en primera instancia, condenado a 24 años de cárcel en segunda instancia y absuelto en la tercera y definitiva sentencia.

"Conozco algunos secretos, pero me los llevaré al Paraíso. Nunca me gustó la política espectáculo", confesó en una de sus últimas entrevistas al diario La Repubblica. “No tienes ni idea de las maldades que el poder debe cumplir para el bien del país”, dice el personaje de Andreotti en la espléndida película El Divo, de Paolo Sorrentino (2008).

(*) Lucia Magi es periodista.
2 Comments
  1. juan gaviota says

    Estoy convencido de que este personaje servirá como ejemplo del perfecto Maquiavelo en las universidades del futuro ,cuando deje de existir el encubrimiento y la democracia resida en el pueblo, y no en los garitos llamados parlamentos.

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