Más de 30 años después de que un grupo de iraníes secuestraran en Teherán a miembros de la embajada estadounidense, rompiendo violentamente la relación entre los dos países, EEUU, Inglaterra, Francia, Rusia, China y Alemania lograban la semana pasada volver a abrir a Irán al mundo tras la firma de un pacto en la ciudad de Ginebra para limitar el programa nuclear de Teherán.
El acuerdo, que obliga a Irán a unas mínimas concesiones nucleares a cambio del levantamiento de sanciones económicas, supone el triunfo de un presidente empeñado en sustituir el músculo por el cerebro en las relaciones internacionales, y que hace 8 años prometió sentarse a la mesa con todos sus enemigos.
Las conversaciones de Ginebra marcan, además, el fin de una era que comenzaba inmediatamente después de la caída de las Torres Gemelas, y que ha arrastrado a EEUU al peor escenario diplomático de toda su historia. Un punto y aparte que, de momento, durará apenas seis meses, el tiempo acordado por John Kerry y su homólogo iraní antes de una nueva reunión.
Pero si el histórico pacto con Teherán se fraguaba en silencio, de puertas adentro, y sin la inquisitiva mirada del Congreso, la próxima ronda de negociaciones amenaza con convertirse en un circo con más fieras que contorsionistas, y donde hará falta más que un buen mago para hacer aparecer un tratado.
Porque la Casa Blanca no sólo tiene en contra a históricos aliados como Israel o Arabia Saudí, sino que muchos congresistas han mostrado una gran indignación ante lo consideran una deshonra para el país.
Como era de esperar, el ala dura republicana ha sido la más crítica con la nueva política de Obama, pero en Washington han sorprendido también los dardos lanzados desde las filas demócratas, donde varios congresistas han calificado al tratado como una concesión a los ayatolás.
La situación ha llegado a tal punto que el propio líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid, ha mantenido una distancia prudente con las negociaciones, obligado a elegir entre su lealtad a las filas y su fidelidad al presidente. Para aplacar al congreso, el propio Kerry ha tenido que comparecer en el Capitolio, una humillación muy alejada del homenaje que recibía su homólogo en Irán, quien era recibido como un héroe.
Lo cierto es que Obama no quiere que su proximidad a Teherán sirva sólo para reducir el arsenal nuclear de Irán, sino que espera que la alianza ayude a estabilizar Oriente Medio, convirtiéndole en el primer presidente estadounidense en lograrlo, y en el único con un premio Nobel merecedor del galardón.
Irán es la pieza clave en el el puzle de naciones como Siria o Libia, y es además el país con mayor población chiíta de todo el mundo. Un cambio en Irán podría redibujar para siempre las relaciones entre Oriente y Occidente, influyendo, por ejemplo, en el conflicto árabe-israelí y trayendo estabilidad a una zona condenada al conflicto.
Para lograr este cambio, la Casa Blanca necesita no sólo el apoyo de su pueblo, sino el de figuras tradicionalmente antagonistas como la del general Qassem Suleiman, máximo responsable de la guardia iraní, y unas de las pocas personas con más poder que Ruhani, presidente del país.
El camino que afronta la Casa Blanca no está exento de peligros. Israel y Arabia Saudí han amenazado con enfriar sus relaciones con Washington, y son muchos los que han advertido de que Irán podría utilizar estos 6 meses para volver a rearmarse. Pero si Obama consigue finalmente que se comprometa a algo más que a rebajar la fuerza de sus reactores el esfuerzo habrá merecido la pena.