Sarajevo ya no es sinónimo de guerra

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SARAJEVO.- “El problema de Bosnia-Herzegovina es la corrupción, no el nacionalismo”. Así de tajante se muestra Ivana Mari, analista política y colaboradora de medios de comunicación como Al-Jazeera. “Los políticos utilizan el nacionalismo para tapar sus casos de corrupción”, denuncia, y describe varios ejemplos de dirigentes bosnios que azuzan el odio entre los grupos étnicos del país como herramienta electoral. Sin embargo, la estrategia del enfrentamiento no parece afectar demasiado a la vida cotidiana de la capital. En el cielo de Sarajevo, las torres de las iglesias ortodoxas y católicas conviven con los minaretes de las mezquitas, y el canto del muecín se entremezcla con las campanas de los templos cristianos.

Uno de los principales atractivos de la ciudad es precisamente su diversidad arquitectónica, consecuencia de la posición que Sarajevo ocupó durante siglos como ciudad fronteriza entre el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Otomano. Esta tradición de frontera convirtió a Sarajevo en una ciudad multicultural y abierta, que acogió a numerosos judíos expulsados de Castilla y Aragón en los siglos XV y XVI. Durante la época comunista, la capital bosnia concentraba el mayor número de matrimonios mixtos de Yugoslavia, pero la convivencia entre la mayoría bosniaca (musulmana) de la ciudad y la minoría serbobosnia (ortodoxa) estalló por los aires en la primavera de 1992. Tras un referéndum, el gobierno bosnio declaró la independencia respecto a la República Yugoslava dominada por Serbia, y los ejércitos yugoslavo y serbobosnio respondieron atacando la ciudad.

Cementerio de Sarajevo, que recuerda las más de 10.000 víctimas. / Pablo Castaño

Así comenzó una guerra que acabó con la vida de 100.000 personas e incluyó episodios tan sangrientos como el asesinato de más de 8.000 varones musulmanes por parte de las tropas serbobosnias en Srebrenica, ante la pasividad de los ‘cascos azules’ de Naciones Unidas. Entre 1992 y 1995 años, las montañas que rodean Sarajevo y hoy atraen a senderistas de todo el mundo se llenaron de cañones serbobosnios, que bombardearon sistemáticamente la ciudad y aterrorizaron a la población civil. Fue el asedio más largo de la época moderna. Interminables filas de tumbas blancas en las laderas de la ciudad recuerdan al visitante las más de 10.000 víctimas del sitio.

Vista de Sarajevo. / Pablo Castaño

Hoy Bosnia-Herzegovina es un país en paz, pero divido. Los Acuerdos de Dayton que acabaron con la guerra en 1995 consagraron la independencia y la integridad territorial del país pero lo dividieron en dos entidades: la Federación de Bosnia Herzegovina (de población mayoritariamente bosniaca-musulmana y croata) y la República Sparska, que concentra a la mayoría de la población serbobosnia (cristiana ortodoxa). El desplazamiento forzoso de dos millones de personas durante la guerra y las operaciones de genocidio acabaron con la mezcla cultural promovida por el gobierno del mariscal Josip Broz Tito durante la época de Yugoslavia. Desde la guerra, los matrimonios mixtos se han reducido y los pueblos y ciudades de Bosnia-Herzegovina son más homogéneos.

Ivana Mari resta importancia a la división del país en entidades ‘étnicas’, señalando que “es igual en Bélgica” y relativiza los defectos del sistema político definido en Dayton. Sin embargo, la actual organización territorial bosnia esencializa las etnias que componen el país, dificultando la construcción de una identidad común que supere los enfrentamientos del pasado, como soñaba Tito.

El pasado comunista de Sarajevo asoma en rincones como la exposición de la sinagoga de la ciudad, que relata la contribución de la comunidad judía a la vida social y política del país. La exposición destaca la participación de numerosos judíos en la “guerra de liberación nacional” y la lucha del movimiento obrero bosnio y yugoslavo, un discurso que no parece haber cambiado desde la caída de la Yugoslavia comunista, hace más de veinte años. El régimen de los partisanos sigue muy presente en la memoria de Sarajevo, donde una de las avenidas principales está dedicada al mariscal Tito.

Vista general de una de las calles de Sarajevo. / Pablo Castaño

Sin embargo, la convivencia entre los pueblos de los Balcanes tampoco estuvo exenta de conflictos en tiempos de la antigua Yugoslavia. Como relata Miljenko Jergovi en su célebre novela La mansión de Walnut, muchos niños croatas recibían con desconfianza la visita veraniega de niños bosnios y gitanos, que el gobierno enviaba para pasar las vacaciones en la costa, por mucho que sus profesores les dijeran que eran camaradas y Tito los quería igual a todos. Más seria resultaba la suspicacia del gobierno comunista hacia los croatas, muchos de los cuales habían colaborado con el fascista Estado Independiente de Croacia durante la Segunda Guerra Mundial (los llamados ustashas). Jergović también cuenta en su libro cómo la persecución de la policía secreta yugoslava a menudo se extendió a los hijos y nietos de los ustashas, que asesinaron a cientos de miles de serbios y gitanos durante la guerra. Entre 1992 y 1995, estos enfrentamientos larvados estallaron en una guerra fratricida durante los que se cometieron los crímenes más graves en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial.

Ya han pasado más de veinte años desde el fin de la guerra de Bosnia-Herzegovina, que hoy mira hacia la Unión Europea (UE). El país ha solicitado la adhesión a la UE pero los líderes bosnios no parecen muy entusiastas, como explica Ivana Marić: “Empezamos el proceso de adhesión antes que Serbia, pero ellos van más adelantados. El gobierno bosnio tarda mucho en responder a las preguntas de la Unión Europea. No quieren entrar en la UE porque temen que mejore la lucha contra la corrupción”, denuncia. Dentro o fuera de la UE, Bosnia-Herzegovina tiene el reto de superar las graves divisiones que dejó la guerra. En las calles de Sarajevo se respira convivencia, ahora solo falta que las élites políticas se decidan a promover la reconciliación en lugar del enfrentamiento.

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