De las armas al sector turístico: excombatientes colombianos buscan un futuro con difíciles alternativas

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Jordi Viñals Bros

Santa Marta, (Colombia).- El pasado 24 de noviembre se cumplían dos años de la firma de los Acuerdos de Paz entre el Gobierno colombiano y las FARC, y la cifra de por lo menos 84 exguerrilleros asesinados en este período, ya casi alcanza a los solo 87 que han recibido el dinero del Estado pactado para impulsar proyectos productivos, que deben permitirles reincorporarse a la vida civil. Una parte de los que se acogieron a los compromisos han optado por empuñar las armas de nuevo, pero los alicientes para hacerlo no se dan por igual en todo el país. En la localidad de Pondores, ubicada en el departamento caribeño de La Guajira, iniciativas turísticas surgidas de la comunidad local y del área pensada para que los excombatientes desarrollen sus nuevos objetivos, el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR), se han convertido en un proyecto común y en un ejercicio cotidiano de reconciliación.

El presidente Iván Duque estuvo en la zona a mediados de octubre en la que ha sido, hasta el momento, su única visita a uno de estos espacios territoriales repartidos por el Estado. Seis días más tarde, vecinos y exguerrilleros que cinco meses antes a duras penas se miraban a la cara, se abrazaban al terminar de guiar a un equipo de la Agencia de Reincorporación y Normalización (ARN) por el recorrido que podrán hacer los turistas próximamente. “Este sector es una salida laboral absolutamente natural para los combatientes desmovilizados”, dice Manuel Muñoz, docente del Servicio de Educación Nacional (SENA), que forma a los futuros guías turísticos de La Guajira y que explica que, año tras año, alrededor del 15% de sus alumnos son exmiembros de estructuras paramilitares y guerrilleras. “Quién mejor que ellos conoce la cultura, los saberes populares o el entorno?”, señala.

El de Pondores, no obstante, es uno de los pocos ETCR que gozan de unas condiciones de seguridad y de acceso óptimas, y tres de los veintiséis que se constituyeron en todo el país se han visto obligados a clausurar sus puertas, según trabajadores de la ARN. Grupos de excombatientes de las FARC han creado nuevas zonas de reagrupamiento donde no solo su integridad física se ve amenazada, sino que “no están recibiendo ni la ayuda psicosocial, ni la educación, ni las ofertas laborales necesarias”, apunta Andrés Cajiao, investigador de la Fundación Ideas para la Paz (FIP).

Un acuerdo en horas bajas

El acuerdo ha sido “destrozado”, denunciaban Luciano Marín, alias “Iván Márquez”, y Oscar Montero, conocido como “el Paisa”, dos de los excomandantes de las FARC más críticos respecto a la implementación que se está haciendo, con una carta conjunta enviada a la Comisión de Paz del Senado a finales de septiembre. “El Acuerdo tuvo una falla estructural que pesa como pirámide egipcia que fue haber firmado, primero, la Dejación de las Armas, sin haber acordado antes los términos de la reincorporación económica y social de los guerrilleros”, lamentaban.

Cientos, quizá miles, de luchadores de las FARC se han resistido al acuerdo”, se podía leer unos días antes, el 18 de septiembre, en un reportaje de The New York Times que citaba la posibilidad de que los grupos de guerrilleros disidentes sumaran casi el 40% de todos los milicianos que tenía el ejército insurgente antes de la firma de los compromisos. “Vi que estaban fusilando a muchos compañeros, entonces decidí otra vez meterme al monte”, explicaba uno de ellos.

Para Cajiao, el dato es poco acurado, ya que asegura que se están dando procesos fuertes de reclutamiento de jóvenes y de venezolanos, así como la absorción de miembros de otras estructuras criminales. “Estos nuevos grupos no solo los conforman exguerrilleros. Gran parte de los que se adhirieron al acuerdo están comprometidos con la reincorporación”, afirma.

Dejar atrás la ilegalidad

El proceso que se lleva a cabo para que los excombatientes hagan el tránsito a la vida civil es fundamental por la gran cantidad de elementos que se trabajan. “Desde las masculinidades hegemónicas, que adquieren una importancia especial cuando hablamos de personas que viven pegadas a un arma, a temas muy cotidianos para los civiles, como aprender a retirar dinero de un cajero, que no hacen asiduamente aquellos combatientes que viven escondidos en el monte”. En este sentido se manifestaba Catalina Acevedo, subdirectora del Programa de Reintegración de Excombatientes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en un seminario sobre la cuestión, celebrado en Bogotá hace unas semanas.

En Colombia ya hay 32.000 exparamilitares y 28.000 exguerrilleros que han finalizado este camino, de entre ellos exmiembros de las FARC que habían desertado años antes de la firma de los acuerdos de paz de La Habana. De los 76 guías que actualmente acompañan a los turistas a lo largo de la ruta a Ciudad Perdida, enclave indígena de la caribeña Sierra Nevada, 13 forman parte de estos desmovilizados. Luz Zenith Cañas, directora ejecutiva de Corpoteyuna, órgano que aglutina parte de las agencias que venden el tour, asegura que “todas” las personas que allí trabajan, decenas de personas aparte de los guías, antes estaban implicadas de una manera más o menos directa con los grupos armados.

El buen momento que vive el turismo en el país está siendo una “herramienta para sacar a los ciudadanos de la actividad ilegal”, sostiene Ariel Ávila, subdirector académico de la Fundación Paz y Reconciliación (PARES). En Ciudad Perdida casi se ha conseguido triplicar los visitantes desde 2013 y es que, aunque el año pasado en Colombia entraron menos turistas que en la Sagrada Família de Barcelona, 4’1 millones según la Organización Mundial del Turismo (OMT), el turismo crece el doble que la media mundial.

Segundas oportunidades

De la misma manera que el sector turístico se ha erigido en una alternativa destacable a la actividad ilegal, también “se nutre” de esta, dice Ávila. La actividad legal y la ilegal “se mezclan”, asegura. La fundación calcula que por lo menos el 60% de la zona rural de Santa Marta, donde se ubica Ciudad Perdida, está siendo extorsionada.

En la región hay otros destinos tan importantes como el Parque Nacional Natural Tayrona, el segundo más visitado del Estado. A pocos kilómetros de la entrada principal, Francisco Arciénaga* explica que de pequeño quería ser cura y que pensaba que la atracción que sentía hacia los hombres era el castigo que se le imponía por culpa de las actividades criminales de su padre, que era miembro de una estructura paramilitar. A finales del 2010 salió de la cárcel con ganas de emprender un nuevo proyecto de vida, cuenta el hijo, y fue una de las personas más implicadas en la fundación de una cooperativa turística, que según el representante legal actual, Juan Gutiérrez*, fue una iniciativa de la comunidad local, que vio en el sector una alternativa viable al cultivo de coca y a la falta de oportunidades.

La nueva vida del padre de Arciénaga duró poco tiempo, sin embargo. Pocos meses después de la inauguración de la cooperativa fue asesinado por sus antiguos compañeros, que le habían amenazado diciéndole que abandonara la zona. “Si has estado con ellos, tienes que estar hasta la muerte”, sentencia el hijo. La familia no denunció por miedo a represalias y los implicados continúan viviendo en esta zona donde los negocios turísticos no han dejado de crecer a lo largo de la década.

El hermano de Gutiérrez, que fue reclutado por paramilitares a los diecisiete años, también hizo el primer paso para emprender un nuevo proyecto después de desmovilizarse con el proceso de paz que, entre el 2003 y el 2006, llevaron a cabo el Gobierno y las autodefensas de extrema derecha (AUC), pero reincidió y ahora está en la cárcel. “No sabe hacer otra cosa”, dice el representante de la cooperativa turística.

Aprender a hacer cosas nuevas

El proceso de reintegración que han realizado los excombatientes que sí que se han alejado definitivamente de las armas dura hasta seis años y medio, pero el actual con las FARC aún puede ser más largo “porque tiene en cuenta más factores”, apunta José Nicolás Wild, coordinador de la ARN en los departamentos del Magdalena y La Guajira. Este es uno de los puntos “más complicados y lentos” de la implementación del acuerdo con las FARC y, justamente, se exigen resultados “inmediatos”, según Acevedo.

Cuando Wild habla de los proyectos productivos de los exguerrilleros, reconoce que la cuestión tendría que avanzar con más rapidez para disminuir los riesgos de que vuelvan “al otro lado”. Al monte, a las armas, a la guerra. Aún así, destaca la importancia de los “tempos” que requieren los excombatientes: “Si no tienes la formación necesaria a la hora de montar un negocio, es muy probable que pierdas el capital. No es lo mismo, por ejemplo, alimentar a un batallón, que vender al mercado, donde no te aceptarán los tomates de cualquier manera”. Según un censo de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), solo el 11% de los ex-FARC tienen estudios superiores o de formación profesional de grado medio.

Ochenta-y-siete exmiembros de la guerrilla con financiamiento para su futuro laboral quedan cortos. Más de cero asesinatos después de la firma de los acuerdos son demasiados. Un informe de la FIP del 2014 señalaba que más del 40% de desmovilizados que habían finalizado el proceso de reintegración estaban en el paro y que, de los que trabajaban, casi el 70% lo hacía de manera informal. Mientras el turismo crece de forma frenética, Colombia se pregunta qué datos dejará la implementación de los acuerdos con las FARC.

(*) Nombres modificados para proteger las fuentes.

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