Brexit decimonónico

  • Cuando las negociaciones se han enconado en encontrar una fórmula aduanera que diese encaje a la complicada frontera con Irlanda del Norte, los poderes financieros se han quedado fuera de juego
  • Destaca el sector financiero, cuyas dimensiones en el Reino Unido son formidables: emplea a cerca de 1,3 millones de personas y a su actividad está asociada a casi el 11% de toda la recaudación tributaria

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Poco se ha llamado la atención sobre la gran ausencia que ha habido en estas negociaciones del Brexit: la de los poderes económicos. El protagonismo absoluto ha sido para el bochornoso espectáculo de las élites británicas, en boca de todos tras estar tan acostumbradas a autoproclamarse campeonas mundiales en modales y saber hacer. Los papeles secundarios estaban reservados para el otro lado del Canal: la burocrática Bruselas, logrando mantener a pies juntillas a los veintisiete, ha conseguido pasar relativamente desapercibida. Los terceros en discordia, los intereses económicos que median entre ambos, prácticamente ni han testificado. Cuando las negociaciones se han enconado en encontrar una fórmula aduanera que diese encaje a la complicada frontera con Irlanda del Norte, los poderes financieros se han quedado fuera de juego aun cuando sus intereses económicos excedían en mucho a esta otra cuestión.

Convendría comenzar señalando que la economía británica se caracteriza por una sólida terciarización: el 80% del PIB procede del sector servicios. Entre ellos destaca el sector financiero, cuyas dimensiones en el Reino Unido son formidables: emplea a cerca de 1,3 millones de personas y a su actividad está asociada a casi el 11% de toda la recaudación tributaria.

El comercio de mercancías tiene un peso considerable en términos económicos, pero el impacto que tendría la introducción de controles fronterizos o ajustes aduaneros no justifica la centralidad que ha cobrado esta cuestión. De hecho, el déficit comercial del Reino Unido no tiene su explicación tanto en la desventaja competitiva de la industria británica, sino en la capacidad de atracción de capitales de la City londinense, que desequilibra la cuenta financiera. Con estos mimbres, era de esperar un rol significativo de la City en las negociaciones. No ha sido el caso.

La City siempre ha contado con el beneplácito y colaboración de las élites políticas británicas. Desde hace décadas el poder de las finanzas se ha amparado recurrentemente en los contratos firmados bajo ley inglesa. Hubiese sido de esperar que, ante la amenaza que supone el Brexit para la hegemonía de la City en los mercados financieros europeos, el Gobierno británico hubiese perseverado en cuidar el status de su plaza financiera.

Sin embargo, Reino Unido ha cedido en todos los capítulos de la negociación que miraban por dichos intereses económicos. Y no solo estaba en juego la relocalización de una parte de la actividad, lo cual ha conllevando considerables costes al sector, sino fundamentalmente la pérdida de influencia sobre la regulación y supervisión de las infraestructuras críticas del funcionamiento de los mercados financieros europeos. Una de estas infraestructuras son las entidades de contrapartida central; y las londinenses han concentrado hasta ahora la práctica totalidad de los de derivados en euros sobre tipos de interés.

Las instituciones europeas han visto en el Brexit la posibilidad de arrebatar esa hegemonía, que ya era fruto de discordia desde los inicios de la crisis financiera. A la City le interesa mantener esa posición predominante, pero en esta ocasión no ha podido ejercer su influencia, en parte debido a que el Estado británico no ha tenido margen para ser interlocutor de sus intereses.

Habitualmente se representa a los mercados financieros como un gran poder capaz de doblegar, en determinadas circunstancias, la soberanía de los Estados. Sin embargo, una de las principales lecciones de la crisis financiera es que el poder de las finanzas solo es tal cuando se parapeta detrás de otro Estado. La imposición de tales niveles de austeridad a Grecia solo fue posible por la actuación y gestión directa de un Estado fuerte como Alemania.

La presión sobre la divisa venezolana no sería tal sin el bloqueo para disponer de sus reservas depositadas en otros Bancos Centrales nacionales, como el bloqueo del Banco de Inglaterra. La salida de empresas de Cataluña fue, fundamentalmente, una respuesta a la presión ejercida por el Reino de España. Y casos similares encontramos en otras situaciones, como el default de Argentina.

Solo a modo de contraejemplo: cuando el conflicto de intereses no logra involucrar a un tercer Estado, el poder de las finanzas es mucho más comedido, lo que le lleva a posiciones negociadoras y no de imposición; baste recordar la reunión del pasado verano entre Francisco González y Erdogan con la que se logró resolver (parcialmente) la crisis turca. Pero centrémonos en el Reino Unido.

En las negociaciones del Brexit, la Comisión Europea ha logrado arrinconar al Reino Unido gracias a la constricción del artículo 50 y a la mala posición de partida del Gobierno británico para dar una solución a la frontera de Irlanda del Norte.

Así, sin un Estado capaz de hacerse cargo además de los intereses económicos privados, a las finanzas solo les ha quedado la resignación, sin poder ejercer su influencia política. Los intereses económicos son muy dependientes de los poderes soberanos que los respaldan, pero para los Estados estas cuestiones son secundarias cuando lo que está en juego son los elementos centrales de su constitución: la soberanía territorial, el control fronterizo, los equilibrios políticos internos, el status internacional.

Estos elementos, junto a otros, prefiguran la concepción decimonónica del Estado y, cuando se tensan, copan el primer plano de la política. Por este motivo, la discusión sobre la salvaguarda de la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte, cuyas implicaciones en términos económicos son menores, ha eclipsado totalmente a los intereses que acostumbramos a llamar «reales», hasta el punto de que la City londinense ha quedado prácticamente excluida de la negociación.

Con el Reino Unido atado de manos, la Comisión Europea se ha permitido incluso irritar al sector financiero británico. Y ello a pesar del perjuicio para el propio sector europeo, lo que ha soliviantado a más de una cancillería; también en la compleja arquitectura europea es el vínculo entre los Estados y su sector financiero el eje vertebrador donde las finanzas encuentran a su interlocutor.

Es decir, el poder político de las finanzas no se articula tanto a nivel trasnacional – idea bastante extendida –, sino en su capacidad de parapetarse detrás de un Estado favorable a sus intereses o, mejor dicho, vulnerable a sus vulnerabilidades. Sin embargo, cuando lo que está en juego son los elementos constitutivos del Estado, dicha interlocución se puede ver cortocircuitada, como ha puesto de manifiesto el Brexit.

A pesar del intenso proceso de transformación económica y social en marcha acelerada desde hace más de un siglo, la concepción decimonónica de los Estados sigue manteniendo gran vigencia. El Brexit está siendo, fundamentalmente, una negociación que tensiona los elementos que configuran ese Estado en su concepción decimonónica. La profundidad de la crisis política del Reino Unido hay que comprenderla desde estas coordenadas; el bochornoso espectáculo de su élite política es sólo la consecuencia más visible.

Andrea Maler es el heterónimo de un economista y analista financiero.

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