Paisaje después de la batalla, ¿qué será del Magreb?

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La batalla, en Túnez, parece que ha amainado y no se sabe bien, todavía, si esta calma chicha es el preludio de una verdadera revolución democrática o de una vuelta de tuerca más hacia la involución. Porque, ¿quién mueve los hilos en este país y, por extensión, en el Magreb? ¿De quiénes son las voluntades, las voces, las fuerzas económicas que pueden impulsar, no ya a Túnez, sino a todos los países de la ribera sur del Mediterráneo, hacia un régimen político que les conduzca por la senda del progreso democrático?

Occidente, como si le hubieran pisado el callo, en cuanto se enteró de la primera manifestación tunecina, salió a la plaza pública y desde su etnocentrismo irredento comenzó a dar consejos y a opinar, en no pocos casos sin fundamento, sobre qué estaba pasando en Túnez a raíz de que un joven desesperado de 23 años, Mohammed Bouazizi, se inmolara en Sidi Bouzid. De pronto, todo aquel que tenía acceso en Europa a una tribuna pública se lanzó a dar su opinión sobre el significado del gesto de Bouazizi y sobre el antes y el después del pueblo tunecino que hasta este momento había vivido aparentemente en paz, en un mundo feliz, pero que ahora —¡para sorpresa de todos!— se asomaba a la realidad y se ponía a gritar contra una dictadura (de la que, parece ser, no nos habíamos enterado) que ha tenido subyugado al país durante 23 años.

Pero es que hasta el fatídico día de la inmolación de Bouazizi, prácticamente nadie había dicho ni pío sobre lo que pasaba en Túnez. Al contrario, Europa era feliz por poder mandar al país magrebí a sus turistas, donde reinaba la democracia “más o menos”, y donde se podía disfrutar tranquilamente de las playas, sol, gastronomía y actividades de ocio a la carta. Mas, ahora resulta que nada es lo que era y el pueblo sometido por el sátrapa ha dicho ¡basta!

En cualquier caso, dejemos el pasado a un lado, aunque sea por un instante, y hablemos ya del futuro. Intentemos abrir algún resquicio a la esperanza para ver si estos pueblos jóvenes y vigorosos del norte de África (ahora parece que el lío empieza en Egipto), atrapados como están en espejismos, entre el brillo consumista, próspero y liberal de Occidente y la tradición musulmana —que, más que pese a Occidente, es, el Islam, entre otras cosas, la luz que les guía en la lucha contra la injusticia social—, son capaces de vivir, sobrevivir si se quiere, en paz, con justicia y progreso.

Estamos hablando de Túnez, de Egipto, Libia, Argelia, Marruecos... Pueblos todos que en su día, cuando aún eran colonias, al principio y mitad del siglo pasado, generaron movimientos democráticos de izquierda, comprometidos con su liberación. Esto es fácilmente comprobable indagando en cualquier hemeroteca. En éstas se descubrirá, ¡oh sorpresa!, cómo entonces había líderes socialistas, comunistas, socialdemócratas y otros, y un importante apoyo social, también, a las ideas progresistas que canalizaban el ansia de libertad de estos pueblos. Eran líderes que abogaban inequívocamente por gobiernos democráticos para unos territorios coloniales, entonces a punto de independizarse o ya independientes. Líderes que, sin embargo, fueron fagocitados enseguida, reprimidos —eliminados sin escrúpulos en algún caso—, enviados al exilio normalmente y, en general, puestos a buen recaudo, siempre en favor (se dijo) de una monarquía religiosa, partido único, o gobiernos férreos y autoritarios que, con la disculpa de consolidar la joven democracia y mantener el orden entre sus respectivos pueblos, no hicieron otra cosa que plegarse a los intereses económicos de las oligarquías coloniales (compinchadas con las locales, cómo no), a las que a cambio de que les apoyasen en el ejercicio del poder político, cedían privilegios, económicos sobre todo, además de consentirles que siguiesen manteniendo, intactos, sus tentáculos de poder e influencias en el nuevo país.

Este es un hecho constatado y si se hace un recorrido por la historia de estos países en los últimos sesenta años puede comprobarse fácilmente. Sí, de aquellos polvos vienen estos lodos. Las multinacionales (entonces no lo eran tanto) siguen campando a sus anchas por la ribera sur mediterránea, con el poder corrupto de cada país a su servicio, que es generosamente compensado, ¡por supuesto!, y con la aquiescencia de gobiernos occidentales como los de Francia, España, Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos. Creo que aquí es donde radica el verdadero cáncer que atenaza a estos países y les impide esa evolución hacia la democracia. ¿Sería capaz un país occidental de apoyar sin cortapisas, sin eufemismos, la democratización real de un Estado en el Magreb, sabiendo que va a tener en frente a unas multinacionales —las hay a cientos— que necesitan, para operar a su antojo, un régimen laboral férreo con el fin de obtener el máximo beneficio?

La multinacional americana Delphi, ubicada en Tánger, dedicada a la producción de cableado eléctrico para coches, podría servir de ejemplo. Esta factoría empezó, hace unos años, con 600 trabajadores, luego 1.500, de los que la dirección despidió a 450 sin previo aviso; “por prácticas sindicales”, se dijo. No hubo indemnización alguna ni nadie movió un dedo a favor de los despedidos, ni a la multinacional se le tocó un pelo. Al contrario, recibió terrenos, prácticamente gratis, para montar una segunda fábrica en la que iba a dar empleo a otras 3.000 personas. La nueva factoría venía sustituir a la recién cerrada en San Fernando, Cádiz. La principal alegación para su cierre, amén de las pérdidas, dijeron, eran los altos costes salariales, 20 veces superiores a los de Marruecos.

Aun recuerdo la mañana en la que frente a los muros de la fábrica tangerina dos hombres y una mujer, sindicalistas despedidos, contaban desesperados los abusos y el maltrato que muchos de los empleados habían sufrido a diario. Desde tener que hacer jornadas laborales de 12 o más horas, siempre según el capricho de los jefes que alegaban necesidades de la empresa, hasta no cobrar jamás una hora extra, carecer de seguridad social ni nómina, o, en el caso de las mujeres, consentir ciertos abusos y perversiones de sus superiores, si no querían perder el empleo.

No es este ningún cuento y sí una realidad contrastada. Quienes narraron en su día estas tribulaciones tienen nombre; se pueden buscar en Internet. Como lo tienen los miles de mujeres que trabajan en las decenas de centros subcontratados —en torno a los 80—, que la multinacional Inditex tienen en Marruecos; dueña, como se sabe, de las marcas Zara, Massimo Dutti, Bershka o Stradivarius. Muchas de estas miles de empleadas trabajan en condiciones infrahumanas (sótanos insolubles, poco ventilados, falta de luz) y cobran un salario, a veces, de 6, 7 u 8 dirhans la hora, muy por debajo del salario interprofesional obligado de 9,35 dirham la hora (un euro, al cambio actual, ronda los 12 dirhams).

Es decir, las multinacionales, en general, y a pesar de que se gastan millones en estudios para conocer de primera mano las condiciones de trabajo de las subcontratas, con tal de mostrar la mejor imagen e impecable cartel de Responsabilidad Corporativa y Buenas Prácticas, en la práctica hacen oídos sordos a los datos que le muestran los citados informes y siguen subcontratando con muchas de esas empresas en las que con frecuencia trabajan menores o en las que se obliga a algunas empleadas a satisfacer los caprichos de los patronos.

No sólo en el sector textil o en el de la automoción ocurren estas cosas. En el sector manufacturero del pescado los salarios de miseria y las condiciones laborales son tan malas o peores que en las fábricas textiles. Para que los opulentos europeos coman gambas peladas a buen precio así tiene que ser, podría decirse.

Entonces, ¿cómo van a democratizarse estos países cuándo lo primero a corregir son estas manifiestas injusticias? ¿Aceptarían estas multinacionales la democratización de sus empresas de buen grado? ¿La aceptarían los respectivos gobiernos europeos, el estadounidense, el ruso, el chino... que reciben también su porcentaje de los pingues beneficios? ¿Será capaz de impulsar un verdadero proceso democrático Nicolás Sarkozy o Ángela Merkel en Túnez, en Egipto, en Marruecos..., cuando algunos de los ceros que suman cada año a su PIB proceden de estos países?

No cabe duda de que, como recientemente ha constatado Wikileaks con la publicación de ciertos documentos, la diplomacia internacional tiene problemas. Problemas por ese doble lenguaje que maneja. Y porque frente a la demanda social de impulsar la democracia y el deseo político-ideológico firme, queremos creer, de los poderes públicos de mejorar la sociedad, de que ésta prospere, está esa otra realidad que, como una mano negra, ‘trabaja’ en contra cada día para que todo siga igual. Y aquí si que cabría traer a colación la célebre frase de Giuseppe Tomasi de Lampedusa — “Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”— expresada en su novela El Gatopardo, por el príncipe. Traerla a colación para estrujar y darle la vuelta; y, a ser posible, convertirla en un mensaje de esperanza: Es preciso que todo cambie para que nada siga igual... Porque sino el mundo estará perdido.

Sí, algo así puede pensarse cuando se adentra uno en el análisis de lo que está ocurriendo en este rincón del mundo, al sur del Mediterráneo. Porque, la realidad incuestionable muestra que estos países siguen atrapados en el pasado. Creo que la tela de araña es aún tan densa, y tan difícil de romper, que sólo un Nuevo Pueblo con su esfuerzo, con su voluntad inquebrantable (como parece que está ocurriendo ahora en Túnez) puede acabar con este hartazgo de injusticia que tienen.

Y que no se engañe nadie, entre tanto, pensando que los movimientos políticos más dogmáticos y afines al Islam, que pretenden implantar regímenes religiosos, van a ser fácilmente vencidos. Lo analiza muy bien El Houssine Majdoubi en su artículo de El País cuando explica que “Occidente siempre dice que está luchando contra los movimientos islámicos radicales y terroristas, y las investigaciones sociológicas demuestran que, en gran parte, el fanatismo es el resultado directo de la injusticia social y la corrupción de estos regímenes dictatoriales”. En otras palabras: mientras en el Magreb no se acabe con la injusticia, siempre tendrán estos pueblos la tentación de pedir “ayuda al Cielo”. Porque el islamismo no es más que eso en este contexto; una vía para alcanzar la justicia social como lo fueron en su día, a finales del siglo XIX y el primer tercio del XX, los movimientos marxista y anarquista en Occidente. Así que, atentos.

2 Comments
  1. Zaratustra says

    Es la lucha de la clase obrera la que mueve el mundo

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