Se han cumplido 40 años de las primeras elecciones democráticas, tras cuatro décadas de dictadura militar

La democracia soñada hace 40 años, contada a los niños

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Transición
El Hemiciclo surgido de las primeras elecciones democráticas aplaude la probación de la Constitución de 1978. / Efe

Para Paco, por su confianza

En medios y pantallas se celebran estos días los 40 años de las primeras elecciones democráticas, que tuvieron lugar tras otros 40 años de dictadura militar. En tiempos de cambio, la historia siempre cotiza al alza. Tener el relato historiográfico dominante a favor ayuda a continuar dirigiendo el futuro. El campo de batalla por la historia abierto en nuestra actual encrucijada tiene en la Transición uno de sus frentes más delicados. Importan, qué duda cabe, los ciclos de la República y del régimen franquista, pero destaca con luz propia el de la coyuntura de 1976-1981 para averiguar si los males que hoy nos atenazan tuvieron entonces su causa primera.

En la confrontación de representaciones sobre aquel periodo se concitan dos actitudes unidas por su esterilidad. La que pretende que nos sigamos acercando a aquel momento con la veneración de quien contempla nuestro honroso mito fundacional. Y la que realiza una enmienda a la totalidad culpando a los actores políticos el haber parido un miserable ratón.

Ninguna de tales actitudes rinde provecho a la historiografía. No lo hace la primera porque querría que las tácticas desplegadas por los diferentes protagonistas del momento quedasen ocultadas bajo el brillo de la democracia formal recién conquistada. En lugar de explicar la constitución de 1978 como el fruto de una “correlación de debilidades”, como la momentánea y decisiva convergencia de estrategias radicalmente divergentes, prefiere contarla de forma mendaz como el logro de una “reconciliación nacional” donde no tuvo lugar el desacuerdo sustantivo.

Tampoco sirve la segunda. Empeñada en la reconvención de los agentes históricos, olvida el marco en el que éstos actuaron y los motivos que esclarecen el sentido de sus decisiones. Entretenida en la condena retrospectiva, le pasan desapercibidas las razones que explican que todo saliese así y no de otra manera. Si la primera nos ofrecía mitología, esta segunda solo parece dispuesta a darnos melancolía. Porque, desde el relativamente cómodo promontorio del presente, suele obsequiarnos con una frustrante historia contrafáctica, según la cual, de no haber mediado tan graves renuncias por parte de la oposición comunista, hoy viviríamos en un país mejor.

Frente a esta disyuntiva, cabe acogerse a otra línea de explicaciones, para la que ya va siendo hora de que la Transición sea desnudada de todo velo mitológico. Debe también dejar de ser contada en función de su supuesto final feliz en dos actos, la constitución de 1978 y el triunfo electoral antigolpista de Felipe González en 1982. La Transición no interesa a este enfoque como un episodio de la épica lucha por la libertad, sino como un escenario singularísimo en la lucha mundana por el poder. Fue así un tracto de la historia reciente definido por la incertidumbre respecto del futuro inmediato, y por las tácticas congruentes desplegadas por los diferentes actores políticos en orden a su respectiva supervivencia. Los pertenecientes al bloque social y económicamente dominante, no solo nacional sino también internacional, con la vista puesta en el mantenimiento y consolidación de sus posiciones hegemónicas. Los integrantes del bloque opositor, queriendo abrir el juego de la política a través de las reglas de la democracia para incorporarse a las instancias de poder y, desde ahí, llevar a la realidad sus proyectos de transformación social.

Es esta mirada la que más interesa a la historia. Es la depositada en obras como la de Ferran Gallego sobre El mito de la transición. Es también la que palpita en novelas como La caída de Madrid, de Rafael Chirbes. Y puede documentarse en fuentes de aquella época tan insólitas como los libros ilustrados para niños, en cuyas páginas todavía nos educamos los hijos de opositores que cumplimos los mismos años que nuestra democracia.

Entre 1977 y 1978, la editorial Gaya Ciencia publicó cuatro títulos políticos destinados al público infantil y juvenil, hoy rescatados, con acierto, por Media Vaca. La colección, llamada Libros para Mañana, atendía a cuestiones candentes en nuestro trance transicional, como el de la posible, futura democracia.

En este volumen, Cómo puede ser la democracia, se precipitan en tono divulgativo los anhelos del grueso de la oposición al régimen. Instaurar una democracia suponía fundar un sistema de libertades, donde cada cual pudiera “pensar lo que quiera”, “decir lo que quiera”, “reunirse con quien quiera”. La libertad principal sería la de fundar “partidos políticos”, pues a ellos competería representar “lo que quiere todo el país”. Su quid procedimental, unas elecciones periódicas libres, resultaba indisociable de una ciudadanía participativa, “muy informada”, vigilante con quien ostentase el poder, consciente de que en democracia “todos deciden un poco” y entendiendo por eso el voto no solo como “un derecho”, sino también como “un deber”. Solo de ese modo la democracia podría constituir un “juego” ecuménico de “libertad”. Porque solo así la propia ciudadanía podría darse su propio gobierno, depurando la responsabilidad de quienes la habían engañado “con promesas que luego no se cumplen”.

Tal era, contada a los niños, la aspiración consensuada entre las fuerzas democráticas. El peso de un sistema totalitario que desde el comienzo hasta su final había negado las libertades públicas, había prohibido los partidos políticos y había excluido sistemáticamente de la dirección del país a la mayor parte del mismo explica que semejante horizonte apareciese como toda una conquista. A ello se sumaba la arraigada convicción en círculos marxistas de que las contradicciones crecientes del neocapitalismo harían saltar por los aires el sistema vigente. La crisis económica circundante parecía confirmarlo. Llegado el momento, bastarían, por tanto, los anclajes constitucionales necesarios para poder verificar una “transición legal” al socialismo y las condiciones de libertad necesarias para que, mediante sufragio universal, fuesen las propias mayorías populares las que empujasen al país hacia la igualdad real.

No cabe juzgar retrospectivamente a quienes arriesgaron su propia seguridad para conseguir ese salto, y con esas esperanzas de apariencia, hoy, ingenua. Sí cabe, en cambio, detectar los dispositivos inoculados en la naciente democracia para que no pudiese cumplir su propia dinámica de competencia limpia entre partidos. Así, la coacción uniformada. O el propio régimen electoral diseñado para la ocasión, y aún en vigor, destinado a conjurar el pluralismo e inercias de creciente peso específico de las fuerzas transformadoras. También cabe documentar comprometedoras renuncias de las que eran perfectamente conscientes en la oposición. Como la de no depurar un aparato del Estado, en sus ramas judicial, burocrática, académica, policial y militar, que, como Jordi Solé Tura explicaba entonces, era expresión de siglo y medio de antidemocrática dominación liberal-conservadora. E igualmente debería indagarse en las razones de una insensibilidad, la mostrada por la vanguardia de la oposición hacia las víctimas de la dictadura, debida acaso a su pertenencia generalizada a las familias del bando vencedor, como enseña, de nuevo, Rafael Chirbes en La larga marcha, o a haberse constituido culturalmente, a fin de cuentas, bajo el olvido oficial de la dictadura, según mostró con amargura Max Aub en La gallina ciega.

Pero este acercamiento desencantado a nuestra Transición no debe cegarnos ante lo que legítimamente vivieron como logro nuestros antepasados. Ni tampoco ante el hecho de que esa ciudadanía “vigilante”, “muy informada”, “participativa”, constantemente movilizada y que votaba por “deber” quizá comenzó a desaparecer, no tanto por las conquistas de la Transición, sino por la gestión que de ellas se hizo justo en el momento de su conclusión, a partir de 1982.

¿Fue su desaparición la que nos llevó a la situación presente, en la que ya no se puede “decir lo que se quiera”, en la que la propaganda compite vigorosa contra la “información” y en la que los partidos que engañan y saquean se mantienen impertérritos al mando?

1 Comment
  1. florentino del Amo Antolin says

    Hoy en día no sabemos los intríngulis verdaderos; aunque los sufrimos en distintas versiones, con formas más depuradas.. ¡¡ Por la democracia !!. Una sarta de tópicos mal olientes franquistas, diseñados para favorecer el franquismo sociológico; llevándolo al ADN como una expresión normalizada, y natural!. Los terroristas golpistas del 36 se fueron dejándonos un millón de muertos; y el sometimiento. Las escuelas, la Iglesia, y el » frente¨» de juventudes.. Todo un entramado, que hoy mismo no se ha estudiado para nada. Los sublevados, y sus secuaces (como la Iglesia ) adoctrinando durante tantos Años.. Las bibliotecas, llenas de basura ideológica, regidas por Requetes y Falangistas.. El Nuevo Orden, avalado por la CIA. » El Isidoro», vino luego para seguir consumando el atropello en nombre del Socialismo.. Hoy esos Socialistas nos venden la burra de C,S como jaca de izquierda. Encima nos amenazan.. si no admitimos el reconocimiento valido de C,S.. No hay nada que hacer!. El nuevo Orden, renovado del Nacional Socialismo Español versión Sánchez y cierra España!. ¿Internacionalistas?. Olof Palme os perdone!!. Falsarios!.

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