Crecer o decrecer: ¿es esa la cuestión?

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Una manifestante en Río de Janeiro con un cartel en el que se reclama transporte, educación y sanidad de calidad, en lugar de la Copa del Mundo de Fútbol, durante las protestas del pasado 25 de enero. / Antonio Lacerda (Efe)

Los expertos economistas oficiales de los organismos que controlan la economía mundial están preocupados por la reciente “volatilidad” que se registra en algunos de los llamados países emergentes: Argentina, Brasil, China, Rusia, Turquía y un medianamente largo etcétera que puede incluir a México, India y hasta China. Solo en segundo plano de sus cavilaciones y conciliábulos en los foros correspondientes aparece el interés por la situación real de las poblaciones desfavorecidas o, usando un concepto desprestigiado pero que resurge cada vez más real, las clases trabajadoras.

En suma, les preocupa que esos países emergentes no cumplan las expectativas en ellos despositadas por los múltiples gurús y think-tanks que gobiernan indirectamente la economía financiera mundial. Expectativas que deben concretarse en un crecimiento suficiente para, básicamente: producir mayor cantidad de combustibles fósiles y de forma continuada; suministrar las materias primas necesarias para que el “primer mundo” continúe su escalada consumista; servir de campo de acción a las transnacionales que suministran y/o construyen en los emergentes las infraestructuras e instrumentos necesarios para mantener el crecimiento pretendido.

Parece que la estrategia consiste en amortiguar mediante esas y otras condiciones la crisis que azota a las clases trabajadoras de la mayoría de los estados primermundistas para que puedan recuperar parcialmente los niveles de bienestar consumista anteriores a aquélla. Sin embargo, en esa estrategia olvidan, aunque en los foros mencionados no faltan las referencias a la cooperación al desarrollo, las necesidades reales de las poblaciones de los emergentes. Ejemplo reciente se viene registrando en el aclamado, por sus políticas desarrollistas, Brasil.

En los meses anteriores a la celebración del Campeonato Mundial de Fútbol, ese país está ejemplificando como ningún otro las tensiones que afloran cuando las políticas oficiales se dirigen a mejorar la imagen del país aumentando sin tasa la presencia de transnacionales para supuestamente mejorar la “competitividad” internacional propia... y descuidando paralelamente la atención a las necesidades reales de las clases trabajadoras, que son las que vienen protagonizando las protestas que reclaman mejores transportes públicos, escuelas, centros sanitarios, etcétera.

Son protestas, pues, que rechazan un tipo de crecimiento macroeconómico que favorece muy indirectamente a los estratos más bajos de la población y no disminuye suficientemente las desigualdades sociales existentes –si no es que las agranda–. La persistencia de las protestas, debida a que no se rectifican bajo ningún concepto esas políticas desarrollistas oficiales auspiciadas desde aquellos foros internacionales, provoca indefectiblemente la aparición de tics autoritarios en dirigentes supuestamente tan populares y atentos a las necesidades populares como pueda ser la presidenta Dilma Rousseff, quien no se ha recatado en amenazar con mayor represión si los descontentos siguen poniendo piedras en su camino hacia la consagración como dirigiente de nivel mundial gracias al éxito esperado del campeonato de fútbol, paso previo en su estrategia para ganar arrolladoramente las elecciones de octubre de este año.

Algo parecido ha sucedido también recientemente en Argentina, donde los pensadores neoliberales culpan a la socialdemócrata-peronista Cristina Fernández del desbarajuste, pero ¿acaso no están unos y otros unidos en esto? No reparan que en ese país sureño se dan las mismas reacciones populistas que en Europa frente a un sistema liberal-socialdemócrata que no satisface las necesidades de la población. ¿O se puede desvincular lo que pasa allá de determinadas tendencias populistas que cobran fuerza en Francia o Grecia como rechazo de las consecuencias derivadas de la adoración al becerro de oro del crecimiento consumista?

Porque se habla de combatir el antieuropeísmo en los mismos tonos en que en Sudamérica se defienden los objetivos de crecimiento frente a las protestas, sin reparar en que tanto aquel como estas responden a una decepción profunda con un modelo que no satisface las necesidades reales de una población que ve muy deterioradas sus condiciones de vida por la crisis financiera que aumenta las desigualdades, en Europa, o por la ausencia de un reparto equitativo de los beneficios de la expansión económica, en los emergentes.

Se olvida interesadamente en Europa que la estabilidad sociopolítica lograda fue gracias al llamado estado del bienestar y que en su desmantelamiento colaboran en los últimos tiempos precisamente las fuerzas que lo crearon: cristianodemócratas y socialdemócratas que ahora están entregados con armas y bagajes a la propaganda de la bondad de la preponderancia de los mercados en lugar de buscar otro tipo de desarrollo. Y que los populistas no dejan de ser, de momento, más que convidados de piedra invitados por los mismos que desmantelan con sus políticas la Europa que pudo ser social y sostenible.

Cobra fuerza ante todo esto la alternativa que propone el decrecimiento, entendido a veces en tanto que superación del crecimiento sostenible que vienen preconizando con la boca más o menos pequeña o grande las fuerzas de izquierda clásica y renovada. Adquieren relevancia entonces versiones cuasimetafísicas del decrecimiento con indisimulados tintes religiosos de las causas y consecuencias del deterioro ambiental galopante.

No es de extrañar que surjan planteamientos que pretenden superar los enunciados del desarrollo sostenible –o sustentable– cuando hasta el Banco Mundial lo promociona sin que, al parecer, ninguna de las élites económicas que pretenden trazar el futuro del planeta en Davos, en Bruselas, en el G-20, en la OCDE o en el Fondo Monetario Internacional se den por enteradas de manera fehaciente. De la misma forma que aplican en países desarrollados o emergentes, a uno y otro lado de cada uno de lo océanos, políticas contrarias a lo que falsamente dicen defender.

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