Reinicio

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José García Pastor *

Contrariamente a lo que se suele pensar, el espacio tecnológico-virtual no se
implantó para agilizar la comunicación, generar riqueza, perpetuar la desigualdad o
ampliar al infinito las posibilidades de esparcimiento, aprendizaje o estulticia,
sino para devolver a la narración el lugar que le corresponde en lo más íntimo del corazón humano
…”

Actas del Primer Congreso del Cibernáculo

Todo comenzó el día en que falleció su madre, aunque podría decirse que desde pequeñito llevaba dentro una propensión que, por otra parte, no tenía nada de original. De joven empezó a lamentar la mala suerte de haber nacido en una edad ajena a toda dimensión transcendente, pero no añoraba las trampas de la superstición ni la intransigencia de una autoridad que no ha mucho tiempo se proclamaba reguladora única del contacto con las realidades incorpóreas. La lectura y la reflexión fueron dejándole claro que, juegos de poder aparte, en lo esencial nada había cambiado, pues el ser humano —singular, mofletudo, incompleto— seguía persiguiendo maravillas en busca del consuelo que sólo imagina levantado en torno al supuesto y la nada. En vano habían proclamado las mentes preclaras luz racional azote de las tinieblas, en vano había asestado alguien una cuchillada trapera al presunto artífice de tanta inopia, sin siquiera pararse a comprobar si atrás quedaba un cadáver bañado en sangre o si más bien se trataba de un bromista teatrero que se las había apañado, y siempre se las apañaría, para cambiar acero por plástico inofensivo en el último instante. Perduraba, en fin, el ansia, y bajo otros ropajes y sensibilidades sobrevivía eso que unos tachaban de mal inextirpable de la mente fabuladora y otros aclamaban como restauración de un núcleo espiritual genuino e imperecedero.

Todo eso lo recordó muchos años después cuando se quedó sin madre, y consta que, abatido, pasó algún tiempo desempolvando valores y modos que, bien mirados, nunca habían sido suyos. Como antes, le repelió el envoltorio, le asombraron las circunvoluciones del dogma y se entretuvo con los relatos entrecortados de prodigio y fundación, pero eso —lo sabía bien— nada tenía que ver con lo que pretendía. Sabía que había otras maneras de entender el fenómeno y que de tierras lejanas venían propuestas más serenas y afines a su temperamento, mas la atracción intelectual y el exotismo no le acercaron un ápice al objeto de sus anhelos. Tampoco sacó nada en limpio amparándose en el reino de la sacra interioridad, último reducto que les quedaba a quienes creían que el alma del mundo, la genuina, anidaba en lo más recóndito de la propia conciencia.

Aspiraba a una presencia verdadera, no obligatoriamente de átomos, fuerzas o compendios, pero sí reclamaba un contacto desbrozado de promesas o aplazamientos. Decepcionado por la añagaza de la religión y más alejado que nunca de sus primeras intenciones, se confió a mediadores y circunstancias que le ofrecían proximidad a lo inexplicable sin imponerle entramados morales rigurosos. Asistió a sesiones de embusteros exultantes de oscuridad, se esforzó por captar señales y golpecitos sólo asequibles a una sensibilidad enfermiza, reunió y analizó noticias de encuentros fortuitos que compensaban con creces los desvelos del investigador. Analizó los patrones de la hojarasca de otoño agitada en remolino, escudriñó el firmamento por si algo le daban a entender las lucecitas despreciadas por una ciudad rebosante de iluminación artificial. Apartándose cada día más de sus ilusiones, se refugió en el pasatiempo de la ficción del espanto, cuyo objeto no es otro que erizar el cabello del público adepto a los temblores dimanantes de un horror simulado. En páginas y pantallas de tamaños diversos repasó parábolas del mal y la justicia despiadada y se dejó invadir por símbolos de inquietudes latentes bajo una normalidad endeble: cadenas arrastradas por quien no puede terminar de irse, risas sin garganta, rostros materializados en la pared o un espejo y una voz cavernosa que viene a impartir noticias del máximo interés para quien a plena luz del día jamás hubiera podido sospechar que las impiedades cometidas años o siglos atrás por un antepasado pendenciero debían pagarse o enmendarse en un hoy de pesadilla. Saboreó y valoró lo trillado y la vuelta de tuerca, pero tuvo que conformarse con el sentimiento de envidia inspirado por ingenuos personajes que, aunque fuera en medio de la locura y la condena eterna, palpaban con las manos la huidiza experiencia por él perseguida.

Así estaban las cosas la noche en que, habiendo dejado en la mesilla de noche un monótono relato de aullidos en la tormenta, maldiciones intergeneracionales y lápidas resquebrajadas, se levantó bostezando a aliviarse, deglutir la pastilla y humedecerse los labios con agua fresca antes de caer en el sueño sin sueños que, para su mala fortuna, jamás le sacudía el interior como a él le hubiera gustado. Vuelto al dormitorio, percibió como si fuera algo nuevo el zumbido de los electrodomésticos y se extrañó de que la pantalla de un ordenador que se había olvidado de apagar, mortecina antes por efecto de la inactividad, hubiera recuperado de golpe el brillo. La página o el documento que se le aparecieron nada tenían de extraordinario; tampoco vio nada fuera de lo común en el móvil que se estaba cargando ni en el dispositivo de reproducción de música al que horas antes había traspasado las últimas melodías triviales arrebatadas a los depósitos de sonido, pero en ese momento lo entendió todo. Supo que hacía tiempo que los espectros y sus voces habían abandonado el crepúsculo, las mansiones en los páramos y las barracas de feria. Tal vez hubiesen partido al exilio y a la afrenta de una segunda muerte en forma de olvido absoluto, pero parecía más probable que les hubiese dado por escapar al tedio evocando sus proezas y discursos de la época en que no había ni gas en las farolas ni electricidad conectada a los hogares; puede que hubiesen contemplado con indiferencia y un punto de sarcasmo el progreso imparable, pero también cabía pensar que a alguno de índole profética se le ocurriera la idea de persuadir a los demás para que esperaran a que el silicio, la carcasa, el cable, las ondas electromagnéticas, la maraña virtual y las técnicas de fabricación y venta al público se perfeccionaran lo suficiente, pues entonces les sería dado abandonar el refugio y recorrer a sus anchas un espacio más ilimitado que el de los vivos desde el cual volverían a hablar y asustar con la autoridad de la que antes habían hecho gala. El vengador, el quejumbroso, el corroído por lo que no pudo decir en vida, el tímido, el bravucón y el que amó demasiado para ahora poder callarse: todos los difuntos de la historia, desde la víctima del primer estertor hasta la última entrada en el registro del hospital más contemporáneo, estaban o podían estar allí, agazapados en páginas creadas y por crear o atrapados en la pulsión del transpondedor para mostrarse con impudicia, narrar una historia personal, vocear un discurso de aliento metafísico y escandaloso a una audiencia universal o susurrar algo inconfesable al oído del único que sabría encontrar un sentido. Lo más seguro es que los verdaderos muertos, los que ya nada podían sentir pues se habían quedado fuera de la gran comunidad del sentimiento digital, fueran esos otros que desde el otro lado se afanaban por cumplir un plazo, expresar un deseo primitivo o distraerse bestialmente de esa realidad falsa que, sin que los pobrecitos pudieran darse cuenta, iba siendo colonizada y gobernada por el milagro de la interconexión y las comunicaciones.

Dominado por una paz desconocida desde la infancia, apagó todos los artilugios y, mientras el sistema terminaba de cargar las actualizaciones, cayó en un sueño fértil y profundo. Al día siguiente, al tiempo que el ronroneo interno le hacía presagiar actividades y ajustes misteriosos, recordó una escena en la que se veía una forma sutil llamando a la puerta de un vulgar redactor de textos o fórmulas matemáticas para pedirle que compusiera en su nombre un mensaje elíptico y lo insertara en un blog de actualidad, un enlace muerto o un número de serie, pues de ese modo, la había oído afirmar, alguien que una vez había sido parte de su ser desentrañaría el designio y, fortalecido por la súbita comprensión, se sentiría menos solo en su peregrinaje al espacio otro en el que ya nunca volverían a separarse.

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