Piernas para qué os quiero (y II)

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Miguel Albero *

Nada que hacer. Tampoco pasa nada, al fin y al cabo ya lo arreglarán al llegar, ha dicho la vecina, pero el reglamento dice que el aterrizaje debe hacerse con el asiento en posición vertical, la mesa plegada y el cinturón abrochado, eso es lo que nos repiten las azafatas, como si fuéramos niños y hubiera que recordarnos las cosas cada día. Pues no va a poder ser, no esta vez, a menos que quieran que no aterricemos nunca, o venga alguien con mucha fuerza y rompa la mesa, para qué la habré abierto si no quería comer nada, para qué dan comida, al fin y al cabo son sólo dos horas, y no será para que pensemos que en eso se gastan los dineros del billete, esa comida es un insulto y todo el mundo lo sabe, es ya un sobreentendido, si pusieran comida buena en los aviones la gente protestaría. Todo el mundo espera encontrarse comida de plástico igual que espera que la azafata haga como gimnasia al principio para indicar donde están las puertas de emergencia, o que el comandante y todos nosotros nos den la bienvenida, y nos agradezcan al final haber elegido la compañía, como si uno hubiera elegido algo, bien es verdad que la opción del ómnibus siempre está allí, esperando ellos también que alguien les escoja para poder pagar a los empleados y echar gasolina.

Estoy intentando tranquilizarme pensando de nuevo en la comida, pero es inútil y no es tanto por la mesa, yo ya estaba nervioso antes, nervioso por lo incómodo, agobiado por la compañía, esta vez la de la vecina y no la que cobra el billete, quiero al fin llegar a Mendoza y bajarme del avión, nunca me gustaron los aviones, y no es por el peligro, eso da igual, si se cae ni te enteras, peor es caerte de la moto, pero lo que yo no soporto son los aviones en sí, las colas, los aeropuertos, y toda esa pequeñez de adentro, que no es más que el espacio que sobra después de calcular cuantos asientos caben y cuanto dinero van a ganar, para luego darte unos cubiertos de plástico y creer que así te vas a quedar contento. No se preocupe, no se preocupe, insiste la azafata, ha debido verme el miedo en la cara, no hay ningún riesgo, ya lo arreglamos al aterrizar. Y si no hay ningún riesgo para que lo anuncian, a ver si va a dar también igual llevar el asiento reclinado, o no ponerse el cinturón, a mí sí que me da igual porque ya está la mesita para hacer de parapeto, aunque ya no se para qué, si no me veo las piernas y he empezado a no sentirlas tampoco. Cuando uno no ve algo empieza a pensar que no está, yo no soy de los que tienen fe y creen en lo que no ven, es verdad que las piernas no pueden tampoco ellas haberse ido a ningún sitio, si apenas hay espacio, la vecina las habría visto salir. Pero el caso es que yo no las siento, ya aterrizamos y estoy peor, el comandante vuelve a dar las gracias, en cinco minutos estamos allí, ha comenzado el descenso. La vecina se asusta por las turbulencias y me dice que una vez casi no lo cuenta en Bariloche, había ido a ver a su prima y el avión empezó a hacer unos ruidos extraños. Pero no me importa Bariloche, ni su prima, ni los ruidos de su avión, tampoco ya los de éste en el que voy, las que me importan son mis piernas, no las siento, porque además de no verlas ahora tampoco puedo moverlas, y si no están, esto dejará de ser un mal sueño para convertirse en tragedia.

Ya hemos llegado, y la gente baja empujándose los unos a los otros, nunca lo he entendido, las maletas van a tardar igual si es que aparecen, es cierto que ya todos quieren bajar de una vez, pero eso no es suficiente para perder los modales y adelantarse a agarrar las bolsas de los armarios de arriba, y con ellas dar golpes a todo el mundo, allí no cabe nadie, el pasillo no está hecho para los pasajeros, sólo circula el carrito y ya no está. Se van bajando y me miran, éste es el de la mesa, fíjate que aspecto de enfermo tiene, le debe pasar algo además de lo de la mesa, esa cara no aparece sólo por no poder salir al servicio. La azafata me mira desde lejos, como diciendo ya voy, ya voy, en cuanto salgan yo me acerco, mientras tanto no hay espacio material. Todo eso me dice con la mirada, forzando una sonrisa más falsa que la factura, y dice adiós a los pasajeros, como si fueran amigos y ahora hubiera que intercambiar direcciones y desearse buenas fiestas, que fiestas son, para eso he venido yo a Mendoza, para ver a mi madre en Navidad, pero de eso tampoco me acuerdo ahora, porque ahora ya estoy seguro de no tener mis piernas, no las veo, no las siento, ni siquiera las intuyo, y aun así me preocupa como siempre que llegaré tarde a recoger las maletas, seguro que alguien se lleva la mía, es una Samsonite tan vulgar que la habrán tomado por la suya.

Ya se han bajado todos, y el sobrecargo ha hablado con alguien con radio en la mano y han llegado dos señores que deben ser técnicos del aeropuerto, o lo que sea, pero tampoco ellos consiguen sacarme del asiento, la mesa no se abre y yo ya no puedo más. Han vuelto a llamar, yo debo tener una aspecto horroroso pero me da igual, lo importante son mis piernas, sin ellas no voy a ninguna parte, y menos a ver a mi madre en Navidad. Ya llegan dos, esta vez con una especie de taladro o una sierra eléctrica, y si cortan la mesa me cortaran las piernas si es que todavía están allí, descuide, descuide, no le haremos ningún daño. El corte ha sido limpio, y la mesa se levanta casi sola, como si ahora de repente se hubiera podido incorporar sin tanto revuelo, habérmelo dicho antes y me volvía tranquilamente a mi sitio, no había porqué utilizar la violencia.

No están. Ni debajo de la mesa, ni en los armarios de arriba, ni en el lugar donde suelen colocar la revista que leemos aunque sea inmunda, aunque no vayamos a comprar perfume alguno. Mis piernas no están. Yo he debido gritar mucho, por las caras de horror de los presentes, la azafata, el sobrecargo y los de la mesa, son casi peores las caras que sus gritos, ellos también han debido ver la ausencia imposible de mis piernas. Creo que vuelven a usar la radio, han traído una camilla y entre todos intentan sacarme, y aun hay quien me pregunta si no llevaba conmigo las muletas o la silla de ruedas, y he tenido que volver a gritar, yo lo que he traído son mis piernas y como no les han puesto una de esas cintas blancas al facturar, ahora va a resultar que ni siquiera tengo derecho a reclamar nada. Me han sacado en volandas y me he acordado de la maleta, y hasta allí me han llevado, la he señalado con el dedo para que la recojan, y ahora me preguntan si ha venido alguien a esperarme. Eso ha sido lo peor, ya no me acordaba, mi cuñado me dijo que estaría en el aeropuerto, ahora tendré que verle la cara esa de suficiencia que tiene y contarle todo, darle explicaciones que no merece, decirle lo del divorcio con Ana, ya no viene estas navidades, cómo va a venir si nos hemos separado. Y luego está lo del viaje, la comida inmunda que también tendré que contarle, el tiempo que hacía en Buenos Aires y por fin lo de mis piernas que me faltan, este tío es un imbécil, a ver si piensa que me gusta que me lleven en camilla, no están desde el avión, se las ha debido llevar algún pasajero, y más que su ausencia, que ya me duele, me dolerá más tener que contarlo en nochebuena, darle alguna explicación racional que luego todos repetirán, no sabes lo que le pasó a Oscar por pedir comida en el avión, ahora va en silla de ruedas, qué lástima lo de Ana, también ellos, como las piernas, hacían muy buena pareja.

(*) Miguel Albero (Madrid, 1967). Diplomático y escritor. Ha publicado una novela, Principiantes (Tusquets, 2004), y un libro de relatos breves, Cruces (La discreta, 2007).
1 Comment
  1. celine says

    Muy bueno, genial. Con un fino toque de humor. Gracias, Miguel.

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