No son ojos, sino espejos

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Portada de la Revista AIZ. Nº17. 1931. Fotografía de Tina Modotti. / museoreinasofia.es

Una de las grandes exposiciones del año en Madrid, sin duda. Quise, sin embargo, comprobar la asistencia del público ante una muestra insólita, por lo menos desde que cayó el muro de Berlín, e inédita, desde luego en España, publicitada en todos los medios y, por lo tanto, sujeta a una de esas previsiones de éxito de masas, a la que parece que estamos abocados hoy día si queremos subsistir. Unas cuantas salas del Centro de Arte Reina Sofía atiborradas de libros, revistas y, sobre todo, fotografías, que muestran en exclusiva las condiciones de vida de los obreros alemanes en los años veinte, aspectos del paro en la Inglaterra de la crisis, aspectos de la vida cotidiana en la Unión Soviética de los tiempos de la lucha entre blancos y rojos y de los primeros años del mandato estalinista, reportajes del Frente Popular Francés y de la Guerra civil española, todo esto, me dije, tiene que interesar en tiempos de crisis galopante como vivimos ahora. Algo me decía que justamente por eso la previsión que me había hecho podía estar equivocada y, por eso, decidí acercarme un sábado, el pasado, donde un tiempo espléndido, de verano adelantado, es decir, con una masa de turistas considerable, con la entrada al público gratis, algo nada desdeñable en tiempos de crisis y el hecho de su inauguración reciente, pocas horas antes, contribuía a que esas salas, por muy numerosas que fuesen, se encontrasen llenas, con un público que pasaría por las paredes y las vitrinas con andar pausado y mirada ligeramente sonámbula. Nada de eso. Ya al coger el ascensor noté la ausencia de fila, algo insólito. Luego, subí solo a la tercera planta, lugar de la exposición. Cuando llegué a las salas donde comenzaba la muestra sentí un cierto alborozo al comprobar que aquellas fotografías estaban allí sólo para mí. Al fondo, en una salita pequeña, una voz en ruso salida de un documental soviético, emitía una luz de flash. Allí una persona, joven, miraba a un grupo de campesinos trabajar con un tractor. La Arcadia en la tierra gracias al esfuerzo popular y a los cuidados del camarada Stalin. En las otras salas, una  o dos personas, no más, tan pocos que los guardias de seguridad charlaban entre ellos sin mirar de reojo ni actitud avisada. No hacía falta. La muestra, toda en blanco y negro, un poco virada al sepia, recuerda tiempos difíciles, bestiales a veces, cruciales. La ausencia de público lo decía todo, casi todo. El color, ahora, es la salvación en que se bañan las masas. Sobre todo en tiempos de crisis.

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El título de esta magnífica exposición Una luz dura, sin compasión. El movimiento de la fotografía obrera, 1926-1939, lo dice todo, casi todo. En ella encontramos, es el núcleo principal, la matriz de donde se desarrollan los otros temas adyacentes, el soviético, el británico, el francés del Frente Popular, el español de la Guerra Civil,  las fotografías que la revista comunista alemana AIZ, la Arbeiter Illustrierte Zeitung, publicó siguiendo las directrices de propaganda de la Internacional Comunista de 1921, en concreto las revistas de Willi Münzenberg, que publicaba la antes citada AIZ y la Der Arbeiter-Fotograf, órgano de los obreros fotógrafos alemanes. A partir de esa idea, la de que fueran los propios obreros los que se convirtieran en espejos que reflejaran mediante las fotos su propia realidad, una realidad acorde con la miseria extrema de la inflacionista República de Weimar, se desarrolla una estética que los fotógrafos profesionales tuvieron que asumir siempre que quisieran reflejar con verosimilitud la estética proletaria. Cierto expresionismo se erige en canon ineludible, el de la luz dura, sin compasión: hay un reportaje aparecido en AIZ que refleja a la perfección este arte de la lucha y propaganda, “24 horas en la vida de una familia obrera de Moscú”, sobre la familia Filipov. Siguiendo el orden de las fotos nos damos cuenta del férreo dispositivo que se quería dar a conocer, el de la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora en la URSS, claro, pero sobre todo  la de la superación  de la explotación en ese país. Una réplica aparecida en la misma revista sobre un día en la vida de una familia alemana, los Fournes, nos alerta de lo contrario. La estética, los claroscuros violentos y violentados son los mismos, pero aquí la clase trabajadora carece de esperanza y vive en unas condiciones de miseria absoluta.

Esta experiencia de fotografía proletaria acabó en breve. En 1932, al final del primer plan quinquenal, se dio paso también a la liquidación de la Revolución Cultural, y la fotografía obrera soviética, disuelta la ROPF, la Asociación Rusa de Fotorreporteros proletarios, se refugió por fuerza en las estructuras estatales al servicio de la Nación, del Estado. En Alemania la fecha es más contundente, más significativa, la llegada de Hitler al poder en 1933. La muestra, pues, recoge con profusión ese momento estelar propiciado por la Internacional Comunista y que tenía un promotor claro, Willi Münzerberg, y,  a partir de ahí, derrama, ya en otras circunstancias históricas, su estética y su empuje de propaganda revolucionaria en otros países, en otros ámbitos. Asistimos, ahora, en las restantes salas, a la visión de las fotos de las filas de obreros ingleses en el paro para tomar una sopa, los interiores de sus casas, el ímpetu revolucionario, esperanzado, de los mítines del Frente Popular francés, con Leopoldo Blum de un lado y otro, de las fiestas y mítines del Partido Comunista Francés, donde querían trasmutar el ejemplo surgido por la bandera tricolor en la Revolución Francesa al ejemplo de la futura simbolizada por la bandera roja. Las fotos que Walter Reuter, Roman Karmen, Robert Capa, Gerda Taro, Chin y Papillon hicieron en los paisajes de nuestra tierra cuando la guerra, cierran esta magnífica muestra con una advertencia ya fúnebre: las imágenes son de derrota, muerte, desolación, la desolación y muerte del proletariado revolucionario según se concibió en la Internacional Comunista. Después de esta fecha todo cambiaría.

La exposición no tiene en cuenta la producción fotográfica de un país, un enorme país que estuvo en el origen de aquella crisis, los Estados Unidos. Y no lo está porque las fotos que reflejaban las condiciones de los trabajadores norteamericanos y lo que proyectó su cine, estaban muy alejadas de las consignas de la Internacional y también de su estética expresionista de combate. Unas fotos que, todo sea dicho, espantan menos al hombre de la calle que éstas surgidas de un espíritu revolucionario. Acordémonos de ese símbolo repetido hasta la saciedad, de los obreros almorzando en una viga cuando la construcción del Empire State. Y todo ello ha pesar de que la muestra está desprovista de cualquier atisbo ideológico, más bien las explicaciones son muy académicas, intentan colocar las imágenes en su contexto histórico, y, además, si de algo adolecen esas explicaciones, es de poseer cierto tufillo, inevitable, posmoderno.

Ni por esas. Me fui de allí con la sensación de haber asistido a una excavación arqueológica similar a la que hubiera ofrecido una muestra del desaparecido arte cartaginés. Tan extraño nos resulta ese mundo después de la caída del Muro. Definitivamente Roma no dejó rastro de Cartago. Esta muestra nos habla de un Cartago contemporáneo. Sucedió no hace muchos años.

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