Tolstói forever

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Juan Ángel Juristo

León Tolstói en 1908 / Wikipedia

Cualquier novela de León Tolstói que se publica ahora, sin tan siquiera la mayor parte de las veces con la excusa de una nueva traducción, es motivo de encendidos elogios por parte de muchos lectores y desde luego, críticos, hasta el punto de caer en una suerte de sugestión colectiva, algo que pasa en contadas ocasiones, tan pocas, que salvo Shakespeare, Dante, Goethe, Cervantes o Víctor Hugo, se cuentan con los dedos de la mano los autores que han conseguido tamaña condición. En noviembre del  pasado año se celebró el centenario de su muerte y aquello dio motivo a que muchas editoriales volvieran a desenterrar sus viejas tiradas del escritor ruso que, bien o mal, tenían una salida lenta pero continua. Tolstói, es verdad, y al contrario de muchos clásicos, nunca ha dejado de leerse. Así que durante ese pasado año muchos lectores tuvieron la oportunidad de descubrir o volver a toparse con la gigantesca creación de uno de los grandes de la novela. De Guerra y Paz se desempolvaron ediciones no muy viejas, porque de un tiempo a esta parte han surgido traducciones nuevas, algunas nada del otro mundo pero muy bien publicitadas; de Ana Karenina, al fin y al cabo en el imaginario popular pasa por ser una de las grandes historias de amor de todos los tiempos, ¿cómo negarlo?, se publicaron excelentes versiones aparte de las estupendas que ya existían, y de algunas narraciones como Hadjid Murat, aprovechando el conflicto checheno, se llegaron a establecer comparaciones que hacían de Tolsói uno de los escritores más complejos de los últimos tiempos.

Luego, esto ha sucedido hace unos días, un poco a trasmano ya del centenario, se ha publicado Resurrección, traducido por Víctor Andresco, y, de nuevo, lo elogios han ido mucho más allá de los trámites adecuados a los fastos. Sí, hay sugestión, pero una sugestión que ha dejado de lado una faceta que a principios del siglo XX era la que más se le reconocía, la del profeta anarquista, del teórico hacia una vuelta a la naturaleza,  la del renegado de cualquier forma de expresión artística, odiaba con cierta inquietud mal escondida a Shakespeare, la del pastor de los desheredados, y se ha centrado en la del genio indiscutible de la novela rusa. Y, permítaseme la reiteración, esta sugestión es lo sugerente. ¿Por qué aquí y ahora?

Vladimir Nabokov, que adoraba a Tolstoi en la misma medida que detestaba a Dostoievski, se preguntó siempre por la fascinación que la obra del autor de Ana Karenina producía en el lector, una fascinación que llegaba incluso a cierta suplencia casi religiosa. Nabokov, en el magnífico Curso de Literatura rusa, en las páginas que dedicó a Tolstói, un monumento de la crítica más inteligente y sutil que nos concedió el autor de Lolita, llega a la conclusión de que tamaña fascinación tiene que ver con la concepción del tiempo que tenía su autor, una concepción que coincidía, punto por punto, con la del lector, y que produce esa sensación única de asistir como un espectador más  a aquello que nos está contando el autor. Se entra y se sale de los salones, de los comedores, el lector asiste al cerco de una ciudad como Moscú, contempla una batalla sin entender nada, como les sucede a todos los que participan en la misma, es el voyeur ideal, el personaje invisible que asiste a los eventos pero no puede cambiarlos, pero donde no se le concede, bendita condición, el hecho de la distancia, de mantener una lejanía con el texto.

Esa condición es rara en el arte e implica una grandeza tal que el autor incluso se muestra desdeñoso con su genio. Le ocurre a Velázquez, y Ramón Gaya dedica dos de sus mejores ensayos a intentar entender ese fenómeno, le sucede a Mozart, claro, y también a Shakespeare, cuya facilidad monstruosa ha ofendido a muchos. De la obra de estos se entra y se sale a voluntad, da la sensación de asistir a representaciones de la vida donde lo representado ya no importa tanto como lo vivido por el propio lector o espectador u oyente o contemplador del cuadro. El tiempo es aquí esencial, también la concepción espacial, pero sobre todo el tiempo, aquello que nos acomoda con el ritmo de la vida.

Tengo para mí que la sugestión tan actual hacia la obra de Tolstói puede que provenga de esa sensación de estar acorde con el tiempo marcado por el narrador, pero por defecto, quizá por una necesidad de reencuentro, porque nuestro tiempo ya no es ese, desde luego, a que nos remite Tolstói. Ya no se entra y se sale de un comedor con esos ritmos, ni se asiste a las representaciones de ese modo, nuestro tiempo está fragmentado hasta rozar el límite de aquello que se puede describir, nuestra manera de estar en el mundo es otra, cada vez más distante de la descrita por el autor ruso y, sin embargo, al leer sus novelas el lector asiste a su propia representación arcádica, el rincón intocable donde no entran ni el ruido de los teléfonos móviles, ni el de cualquier gadget actual con los que convivimos acomodados pero disgustados. Posee ese rincón de la Arcadia no tiene parangón cuando se cumple en el imaginario colectivo, a Dickens le sucedió algo parecido en otro tiempo, aunque ese rincón se muestre cada vez más recóndito y algunos ni siquiera lo reconozcan ya.

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