Los chicos del campo

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El francés Christophe Barratier nos emocionó en la Navidad de 2004 con su película Los chicos del coro, donde nos enseñaba a ritmo de canto coral la dureza de un hospicio francés en la posguerra y la sensibilidad de un voluntarioso maestro con los niños desamparados. Ahora vuelve a acercarse a la infancia y la adolescencia haciendo una nueva versión de La guerra de los botones, una novela de Louis Pergaud que llevó a la pantalla en los sesenta Yves Robert.

Barratier ha aprovechado la fama insólita que le dio la película mencionada para firmar una historia con parámetros similares, aunque con menor nivel emocional y artístico, en la que nos cuenta las andanzas de unos niños de dos pueblos vecinos de la campiña francesa que mantienen una rivalidad ancestral y dirimen sus diferencias arrancándose los botones de los trajes como botín de guerra durante las gestas que organizan los jueves.

Esta vez no ha contado con la maestría de Gérard Jugnot, pero sí con belleza turbadora de Laetitia Casta y el oficio manifiesto de Guillaume Canet y Kad Merad (Bienvenidos al norte), y sobre todo con las solventes interpretaciones de la joven pareja de adolescentes y el resto de chiquillos, demostrando que ante todo Barratier sabe elegir a sus protagonistas y es un gran director de niños.

La guerra de los botones tiene el interés de la nostalgia de una época en la que casi todos fuimos felices, que tenía sus propias normas y códigos y en la que empezábamos a descubrir el mundo de los adultos y a dejar un poco atrás la comodidad de la infancia: tiempos de los refugios secretos, los enamoramientos, las afirmaciones, la amistad profunda, las lealtades inquebrantables, las primeras traiciones, los primeros besos, etc.

Barratier mantiene los mismos nombres de los pueblos, y por tanto la localización de la novela y la película precedente, pero ha decidido ambientar la trama en la segunda guerra mundial para incluir un nuevo ingrediente dramático, la resistencia francesa, lo que le da algo más de juego a la trama y le permite acercarse, si bien esquemática y poco originalmente, a los territorios comunes de la guerra europea (persecución a los judíos, delaciones, colaboracionistas, etc.) y construir una especie de metáfora entre el mundo de los niños y el de los adultos, entre el juego y la guerra.

Barratier se ha quedado a medias en muchas cosas, ha exagerado otras y como siempre se muestra bastante edulcorado en su narración y puesta en escena, pero la película es agradable de ver y nos entretiene con las aventuras de estos niños amables y el secreto de sus padres en las verdes praderas de la ribera del Loira, entre Longeverne y Velran, con los acordes de la música melosa de Philipe Rombi.

1 Comment
  1. celine says

    Pero yo me acuerdo de la película original y no sé si ésta me va a resultar tan genuina, tan divertida, Pascual.

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