Charles Dickens, el escritor de la crisis

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Retrato que Willian Powell Frith hizo a Charles Dickens, en su estudio, en 1859. / Wikipedia

Las efemérides literarias se diferencian de las artísticas, entre otras cosas, en que salen más baratas. Eso lleva a que las instituciones se muestren favorables a apoyar el aniversario de cualquier escritor o de una obra literaria de trascendencia, porque no de trata más que de eso, y, de paso, recoger los ralos beneficios, si se producen, de tal apoyo con apenas esfuerzo de su parte. Con el arte las cuentas son más serias porque la inversión es mayor. También los beneficios resultantes. De ahí el ahínco y el celo que muestran en casos de artistas plásticos, y ello sin que tengamos en cuenta el ahorro en publicidad, ya que el espectáculo es, en sí mismo, un anuncio publicitario, y en este sentido el arte es impagable. La literatura, patito feo del festín cultural, tiene que conformarse con los resultados de su lugar en el mundo, de su discreción, de habitar entre las conciencias y no en el salón de un museo. Aun y así hay excepciones. Charles Dickens amenaza con ser uno de esos nombres este año en que se cumple el bicentenario de su nacimiento, un autor que viene que ni para el pelo en estos momentos de crisis, un autor en que las instituciones culturales se han fijado con especial delectación: habrá una magna exposición cinematográfica promovida por la sociedad Dickens 12, Dickens on the Screen, en Londres, en el Instituto de Cine Británico, que tendrá lugar entre enero y marzo, la publicación de dos biografías, una de Claire Tomalin y otra de Michael Slater, que vienen a completar la ya clásica de Peter Ackroyd, y la conmemoración en forma de la emisión de una medalla con la efigie del autor de Tiempos difíciles enmarcada con las siluetas de los nombres de sus obras más populares, David Copperfield y Canción de Navidad. Todo esto en el año en que se festejan los Juegos Olímpicos y el Jubileo de Diamantes de la Reina Isabel, 60 años ejerciendo la Corona en un país que no es ni sombra de lo que fue pero que, quizá por eso mismo, se fascina con la pompa simbólica de un pasado cada días más vaporoso. Estas tres efemérides cubren prácticamente el año 2012, un año que se presume aciago en el Reino Unido y  la Europa del euro. El pan y circo mediático está asegurado. También el lado más social del asunto. Y aquí Dickens se muestra idóneo. Como en otros tiempos.

Después de Shakespeare, y si dejamos atrás a Milton, más citado que leído, el autor más popular de Gran Bretaña es Charles Dickens. De eso no cabe la menor duda, y las obras de este autor están tan incrustadas ya en el imaginario de los británicos que bien puede decirse que el paisaje y el paisanaje del siglo XIX están conformados en buena medida por las novelas de este autor, dentro y fuera del Reino Unido. Es la expresión cabal de la sociedad victoriana, de la Inglaterra del Imperio y de la Revolución Industrial, como Balzac lo es de la Francia de la Restauración y Galdós de la España entera del XIX. Raro privilegio concedido a los autores de los inicios de la novela burguesa y del que no hay novelista posterior que no suspire, aunque sepa que sea imposible, porque ese estatus le sea concedido, aun sea en raras ocasiones. Tal es el poder de fascinación que aquellos novelistas ejercieron en su tiempo y todavía hoy ejercen. El secreto de tamaña poción suele desvelarse apelando a la época del periodismo, a la burguesía como clase rectora y consumidora de novelas… cosas ciertas por obvias, pero que no agotan el privilegio otorgado a ciertos nombres.

Quizá el mejor biógrafo de Dickens haya sido Chesterton. Yo, desde luego, no conozco una semblanza más sutil, inteligente y llena de pasión sobre el inventor del Club Pickwick que la que realizó el escritor georgiano de su colega victoriano. Chesterton alegaba que la empatía simbólica de Dickens le venía porque nadie como él había entendido el imaginario de un pueblo como el británico y le había dado una expresión literaria justa y genial. Y tan cierta es esta aseveración que la impronta dejada por este autor, del que el próximo 7 de febrero se cumple el bicentenario de su nacimiento, sigue siendo la de visualizar una condición, un paisaje, cosa que ni a Shakespeare le ha sido otorgado tamaño privilegio, ya que cualquier británico de ahora no se identifica emocionalmente con la época isabelina y si aún con las brumas, con la miseria y el desamparo de los personajes dickensianos. También con su querencia arcádica, tan semejante al carácter anglosajón, como la Alicia inventada por Lewis Carroll y el Peter Pan, de James Barrie. Dickens, por eso mismo, es un autor actual, idóneo para una época de crisis, para una época de tiempos difíciles, una época que se quiere mirar ahora en la liberal victoriana, que él fustigó con medida condescendencia y de la que sacó conclusiones terribles, prefigurando algunas escenas dignas de Kafka: Casa desolada es su obra más ajustada a esa pesadilla tan propia del siglo XX. No deja de ser irónico que sea en el siglo XXI cuando nuestros ojos retornen a la brutalidad económica del siglo de Marx y Dickens. Premonitorio.

El mundo también se ha apuntado al carro del bicentenario. Al fin y al cabo no lleva aparejado esfuerzo alguno. En España, por ejemplo, estamos haciendo lo que acostumbramos hacer en estos casos: volver a publicar en ediciones bonitas los títulos más populares del autor, algunas en nuevas traducciones, como sucedió con Tolstoi el año pasado, y poco más, aparte de los consabidos artículos en la prensa. En otros países, como en Estados Unidos, se lo han tomado con más pasión. En Nueva York, por ejemplo, habrá una exposición de cartas y manuscritos de Dickens en la Biblioteca Museo Morgan. En México, el Instituto Nacional de Bellas Artes prepara ciclos de conferencias.

Charles Dickens ha dado el pistoletazo de salida. En verano festejaremos los aniverarios de Jean Jacques Rousseau y de William Faulkner. Efemérides para tiempos de crisis.

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