Gore Vidal, el novelista que quiso ser político

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El escritor Gore Vidal, en una imagen de noviembre de 2009. / Paul Buck (Efe)

La vocación de Gore Vidal, que ha muerto a los 86 años de una neumonía en su residencia californiana de Hollywood Hill, fue siempre la política, le viene de pedigrí ya que su abuelo, Thomas Gore, fue senador por Oklahoma y su padre colaboró con el gobierno de Franklyn Delano Roosevelt, además de ser primo de Al Gore y del expresidente  Jimmy Carter, pero donde se realizó de una manera excelente aunque sin los ribetes geniales de algunos de sus amigos, fue en la literatura. Dotado de una fina inteligencia, de una ironía mordaz, su literatura se adecuó a esas cualidades y de esa forma surgió el novelista norteamericano que ha fustigado la política de su país desde los comienzos mismos de la nación. En esto es donde su talento brillaba, pero siempre tuve la certeza, las tres o cuatro veces que le frecuenté, que en el fondo de sí mismo latía un resquemor hacia los escritores que conoció en su juventud: Tennessee Williams, W.H. Auden… y sobre todo al que no podía soportar que hablaran bien de él en su presencia, Truman Capote. Cuando alguien lo hacía, era mi caso, procuraba despachar al autor de A sangre fría con alguna de sus brillantes, ocurrentes y pertinentes anécdotas, era un conversador sin igual, para destrozarlo y dejarlo a la altura del betún. El problema era que la sagacidad no resolvía la causa de fondo que todos sabíamos lo mordaz ocultaba: durante un tiempo Truman Capote fue su hermano y rival en los amores con Tennessee Williams, algo que el tiempo podía perdonar, pero también era un autor genialoide, algo frustrado, pero legendario, encantador, sin igual en la América de los sesenta. Algo imperdonable para alguien que quiere ser su igual.

Con todo, Gore Vidal ha sido uno de los grandes escritores norteamericanos vivos, quizá con Philip Roth, lo que es mucho decir. Tuvo su momento loco, de gloria, cuando publicó en los sesenta, Myra Breckinridge, pero por lo que se le conocerá será por su trilogía sobre la política norteamericana, Washington D.C., Burr y 1876, tres narraciones enormes, gordísimas, que pergeñaron un fresco de la reciente nación americana hasta su deriva imperialista, y que pasará como su legado literario más acabado. Pero hay aspectos de Gore Vidal mucho más divertidos y donde su talento mordaz brillaba hasta el dolor. Con Tennessee Williams colaboró en De repente el último verano, y fue el guionista de Ben Hur que logró engañar a Charlton Heston, obsesionado con los homosexuales, metiéndole en ambiguas escenas de amistad que hoy día se interpretan en los Estados Unidos como claros mensajes de reivindicación gay, aparte de colaborar como actor en Roma, de Federico Fellini, en Gattaca, o en Ciudadano Bob Roberts, papeles pequeños, breves, pero llenos de significado.

Gore Vidal fue un enamorado de Italia, cuando estuvo con Tennessee Williams en Roma fueron a visitar a Jorge de Santayana, el filósofo hispano-norteamericano, que vivía en un convento de monjas, y desde entonces compaginó sus estancias en la Riviera italiana con semanas que pasaba en su tierra natal, donde llegó a colaborar activamente en política, siempre hablaba de su paso por la Administración Kennedy en el Comité Asesor para las Artes y de su candidatura por el Partido Demócrata a la Cámara de Representantes por Nueva York, amén de su última aventura en este terreno, cuando se presentó como candidato a Senador por California en 1982, sin que en ninguno de los casos lograra su objetivo, pero esa frustrada experiencia le hizo conocer el laberinto de la política por dentro. Su abuelo materno, el senador por Oklahoma, fue, sin embargo, su mentor secreto y creo que en gran parte la actitud crítica que tuvo hacia la política de su país, sobre todo el lado imperialista, le vino de la desilusión del viejo senador Thomas Gore por el rumbo que tomó su país a principios de siglo. Tanto es así, tanto estaba impregnado de política, que aún recuerdo la conversación que tuvimos en una comida en Casa Mayte a finales de los ochenta con motivo de la presentación al español de un libro suyo de ensayos. Se habló de literatura, yo le pregunté sobre alguna anécdota con Auden, y comentó que le gustaba mucho Federico García Lorca pero que había leído La colmena, de Camilo José Cela y que le pareció un Manhatan Transfer un poco chato, de baja estofa, en momentos así es donde brillaba la lengua mordaz de Gore Vidal y cuando se lo pasaba en grande. También los demás, todo hay que decirlo, pero cuando se animó de verdad, cuando sacó lo mejor de su capacidad analítica, fue cuando comenzó a hablar de política norteamericana. Aprendimos muchas cosas de los laberintos de la política norteamericana en esa comida los allí presentes pero también nos sorprendió con el conocimiento que tenía de algunos comentaristas españoles. Dijo, por ejemplo, que el único analista español de la política norteamericana que sabía lo que se traía entre manos era Valentí Puig, frase que hizo que me fijara desde entonces en los artículos de nuestro colega con extrema curiosidad, sobre todo, cuando se refería a política internacional. En esto Gore Vidal tenía un olfato preciso, sólo comparable a lo caprichoso de muchas de sus apreciaciones.

Brillante, conversador sin igual, Gore Vidal ha sido en cierta manera el cronista oral de la Américade los años sesenta y setenta. Es verdad que si leemos Palimpsesto, su libro de memorias, nos encontramos con lo más granado de la cultura y política norteamericana del siglo, desde Eleanor Rooselvelt a Marlon Brando pasando por Orson Welles o Paul Newman, retratados en anécdotas escritas con mucha gracia, pero nada podía igualar una conversación a propósito de ellos porque contaba cosas maravillosas, algunas inventadas,  que luego no escribía. En este sentido Gore Vidal siempre me recordó un poco la figura de Petronio. Él quiso verse así: como un cínico y descreído senador romano que escribía y no tenía parangón en la conversación y en las maneras elegantes. Ese papel lo jugó a la perfección. No en vano siempre se vanagloríó de ser descendiente del trovador Vidal, algo que no debió importarles mucho a sus familiares. La cultura fue su particular refugio. La política, su inalcanzable meta. Quizá porque en el fondo le asqueaba.

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