Permuta favorable

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José Ramón Martín Largo *

Imagen: Flickr de Jurvetson.

Como es corriente entre las gentes de la que hasta ayer mismo era mi profesión, recuerdo haber sido siempre un hombre de costumbres regulares, de comida frugal, horario inflexible, sueño escaso y a menudo intermitente, existencia sedentaria y vida en general dominada por el orden y el sosiego, sólo alterado, si acaso, por las elevadas turbulencias del espíritu. He viajado poco y conocido muy poco del mundo, sin que nunca esto se me haya presentado como una privación o como una merma, y por todos los hechos y por todas las vicisitudes de mi vida podría decirse que no he sido hombre de grandes esperanzas ni de grandes frustraciones, un pequeño ser gris sobre fondo gris como cualquier otro. Considerando lo anterior, y dado mi hábito obstinado de releer y corregir todo lo escrito, no exageraré si afirmo que ya me cuesta reconocerme en esas pocas líneas, sin embargo tan exactas, y que me parece ver los aspavientos de quienes pensarán que la falta de experiencia propia de semejante forma de vida, que a mí me ha ocupado y ha agotado mis energías por el no breve lapso de cincuenta años, tendría que resultarme totalmente perjudicial hoy para la vida práctica, y pese a todo me atreveré a contradecir esa aparente verdad, ya que no han sido precisamente sino esa ausencia de accidentes, ese rigor extremo y ese extremo apego a unas pocas y razonables normas de vida, los que me han permitido adaptarme a la novedad en un abrir y cerrar de ojos, por así decirlo, a la vez que reconocer de inmediato las bondades y los grandes horizontes de las actuales condiciones de mi existencia, de las nuevas normas y los nuevos hábitos de mi vida presente y, en dos palabras, de la imprevista esfera de realidades sensibles que me ha traído esta permuta favorable. Aún ayer seguía apegado a esas viejas costumbres que ahora contemplo con la paternal simpatía con que se consideran las travesuras y los pecadillos del pasado. Entonces mis días los pasaba inadvertidamente yendo de mi viejo caserón situado en una de las calles más antiguas de la ciudad, una casa en cuyo dintel se conserva todavía el blasón con un yelmo y un guantelete rojo que, ya con cierta timidez, indican el lejanísimo honor y la aún más lejana prosperidad de una ennoblecida familia que no por casualidad fue la mía, hasta la oscura y ruinosa biblioteca municipal, de ésta al frío café en el que hacía mi modesta colación diaria, otra vez a la biblioteca y nuevamente, ya de noche, de vuelta a mi caserón en el que ordenaba las notas tomadas durante el día antes de, rendido por el sueño que después, con mucha frecuencia, habría de mostrárseme esquivo, jugueteando con mis trastornados huesos como juega el gato con el ratón, acostarme hasta el día siguiente.

Qué poco podía imaginarme entonces que el destino es imprevisible como el viento, y que lo mejor es siempre lo que no se conoce. Fue justamente en uno de esos días, hallándome abstraído por un problema filológico de la mayor magnitud, referido al estudio que estaba haciendo del siglo XVIII y a la interpretación de un oscuro pasaje del abad Delille, cuando tuve, sin sospecharlo, el primer encuentro con la que habría de ser mi vida futura. Esa noche volvía a mi caserón sin reparar ni en el frío invernal ni en la nieve que pálidamente cubría las calles y los tejados de la ciudad. Introduje la llave en la cerradura de la puerta bajo el yelmo y el guantelete rojo, y, absorbido por mis pensamientos, no comprendí por qué no acertaba a abrir la puerta, imaginándome por un momento que me había equivocado de casa, lo que no habría sido del todo imposible ya que casi todas las de la ciudad son más o menos iguales, o tratando de recordar si en fecha reciente había cometido la extravagancia de cambiar la cerradura, lo que sin embargo era totalmente injustificado, hasta que me vino a la memoria que, a causa de mis eternas dificultades económicas, propias como es sabido del trabajo del intelecto, no hacía mucho que había trasladado mi residencia a un humilde piso de alquiler, más acorde con mi existencia solitaria, no necesitada de grandes extensiones, y con mis estrecheces domésticas. Suspiré profundamente, sintiendo quizá verdadera nostalgia del caserón familiar, pues no en balde había nacido allí y vivido más de cincuenta años, pero luego, encaminándome bajo la nieve hacia mi nueva residencia, que se encontraba en el otro extremo de la ciudad, a las afueras, volví a concentrarme en mi grave dilema filológico. Creo ahora que la novedad que habría de sobrevenirme pugnaba ya entonces por darse a conocer. Por lo demás, de aquella noche sólo recuerdo que mi caminata me llevó por una callejuela en la que había una única luz encendida, la cual procedía del interior de un establecimiento público, como supuse, una taberna, a juzgar por la estridencia de las voces que se oían indistintamente desde la calle. Mi naturaleza espiritual y mi voluntario alejamiento de la especie humana, en especial cuando se halla entregada a sus más bajas pasiones, me hicieron alejarme apresuradamente de aquel lugar detestable que, de otro modo, me habría atraído, ya que no por la compañía, sí por la agradable temperatura que debía de disfrutarse en él. Más tarde, ya en mi nuevo piso de alquiler, puse en orden las anotaciones del día y resolví a medias mi conflicto con el siglo XVIII, olvidándome como es natural del incidente, que atribuí a un descuido de mi memoria, y descansando más plácidamente que de costumbre. Sé ahora que todo habría podido acabar en eso, o mejor, que con seguridad habría acabado en eso de no ser porque el futuro que benévolamente se me tenía reservado estaba impaciente por llegar a mí y realizarse. Así, ocurrió que otro día la inercia, una inercia que íntimamente se rebelaba en mí en contra de la insinuación de todo cambio, me llevó de nuevo por el camino equivocado, desde la biblioteca, al término de la jornada, no hacia el nuevo piso de alquiler de las afueras, sino hacia el viejo caserón familiar. Andaba yo con mi cartera de piel repleta de las notas que había tomado, otra vez de noche y en lo más crudo del invierno, sumido en mis pensamientos acerca del abad Delille, sin percatarme del vendaval que blanqueaba calles y tejados y que, como he llegado a pensar alguna vez, me empujaba tenazmente en la dirección equivocada, a la gran puerta bajo el blasón con su yelmo y su guantelete rojo. Saqué la llave y la introduje en la cerradura, pero ya en ese mismo instante, al notar la resistencia con que tropezaba mi mano, advertí la equivocación. Me disponía a guardar la llave y a retirarme discretamente, igual que unos días atrás, cuando advertí un tenue sonido al otro lado de la puerta, algo así como un susurrar o un arrastrar de pies que se acercaran hacia mí. Como es natural, mi primera reacción, o más bien la primera idea que me pasó por la cabeza, fue la de alejarme, huir de lo desconocido como de una maldición que fuera a caer sobre mí y a fulminarme, pero después, aún sin haber llegado a moverme un centímetro, de modo que seguía empuñando la llave junto a la cerradura, en parte paralizado por esos sonidos que avanzaban desde el interior del caserón, y en parte también inmovilizado por el frío, la puerta se abrió lentamente y a la vez de un modo muy natural, con ese crujido que para mí era tan familiar, semejante al graznido de alguna ave muy rara y muy vieja, y sentí una oleada de calor que me abofeteaba, como un soplo de vida. Ante mí había una mujer ya no joven, vestida sencillamente, que me observaba con sorpresa pero a la vez con indulgencia, como si, pese a ser yo para ella un perfecto desconocido, estuviera ya predispuesta a aceptar cualquier explicación que yo pudiera darle, por peregrina que fuera, y creo que fue esa actitud, esa abnegada disposición al silencio y a la escucha, lo que me cautivó de ella. Hablamos en el salón al calor de la chimenea, y al transmitirnos mutuamente el contenido de nuestras vidas, lo que hicimos en pocos segundos, nos sentimos como si nos conociéramos desde hacía tiempo, de hecho desde siempre, y como si hubiéramos sabido puntualmente el uno del otro sin darnos cuenta, por medio de alguna forma de comunicación que nos permitía estar juntos a distancia, cruzarnos en la calle sin vernos, intercambiar opiniones acerca de libros que sólo uno de nosotros había leído, hablar de músicas que sólo uno había escuchado, de lo visto en viajes que ninguno había hecho. Así supe de su temprano matrimonio en una ciudad vecina, de la confianza puesta en un mecánico que pasaba las noches en las tabernas y de la inútil espera de una descendencia, y luego, cuando hombre y mujer se trasladaron de ciudad, del prometedor caserón que encontraron a bajo precio, en el que nuevamente la mujer puso su confianza hasta que empezó a descubrir los muros agrietados y las vigas carcomidas. Ya entonces, como cabe suponer, nos aficionamos a la idea de la permuta favorable, para cuya consumación sólo había un pequeño impedimento, el cual se resolvió del modo más satisfactorio esa misma noche. No es necesario decir que a veces, durante las largas horas de trabajo en el taller mecánico, me asaltan dudas y vuelven a presentárseme los olvidados apuros filológicos referidos a mi estudio del siglo XVIII, pero, ¿qué importa toda la ciencia filológica cuando se sabe que, tras una ardua jornada consagrada al trabajo manual, uno podrá encontrarse en la taberna con sus viejas amistades, discutir a gritos de cosas intrascendentes y vaciar unos vasos? Y, sobre todo: ¿qué importancia tiene el siglo XVIII para quien sabe que hallará a su mujer en el cálido caserón familiar, a salvo de las inclemencias del tiempo? Estamos pensando seriamente en hacer reformas. Ahora sé cada noche, al introducir la llave bajo el blasón con su yelmo y su guantelete, que dormiré como un niño hasta la mañana. Sólo espero que el anterior mecánico haya encontrado la cartera de piel que acompañó toda mi vida anterior y que guardaba siempre en el armario, sobre mi ropa blanca, cosa que consigno aquí por si este manuscrito cae en sus manos.

(*) José Ramón Martín Largo (Toledo, 1960). Escritor y guionista de documentales. Es autor de las novelas El momento de la luna (1995), El añil (1997) y La noche y la niebla (2000), publicadas en Alfaguara, y Campo de tiro (2009), publicada en 451 Editores.
2 Comments
  1. Luisa Pallarés says

    Buen cuento, tiene atmósfera vetustense pero el protagonista consigue cambiar de vida. Bien por las soluciones imposibles.

  2. Luisa Pallarés says

    Es la segunda vez que leo este cuento y me ha vuelto a enganchar, es lo que tienen las cosas bien escritas.

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