Anecdotario de la estupidez

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Salman Rushdi. / randomhousemondadori.es

Vaya por delante que nunca me fue simpático del todo este escritor hindú, que es ciudadano británico y posee un instinto por lo mediático tan certero como el de una fiera en la selva. Puestos, me quedo con sir Vidia Naipaul, que participa de muchos de los conflictos que animan a éste pero resueltos con mucho más genio. También con más errores, cabría decir, aunque, bien mirado, a  lo mejor esos son producto precisamente de ese talento que le sobra. El caso es que se presentó como primicia en todo el mundo el libro de memorias de Salman Rushdie -todas las presentaciones tuvieron lugar el mismo día-, Joseph Anton, un libro de memorias que ha publicado entre nosotros Mondadori, donde se nos habla de los años en que tuvo que sufrir la fatwa que dictó el imán Jomeini, una fatwa que además de ser bestial, es esencialmente estúpida, llegando a situaciones dignas de un Alfred Jarry. Un ejemplo: la fatwa sólo puede ser revocada del todo por aquel que la dictó. De esta manera el pobre Rushdie llevará toda su vida la posibilidad de que algún tarado le asesine ya que aunque el gobierno iraní, en un acuerdo con el británico, dictaminó en 1998 no buscar la muerte de Rushdie, al haber muerto el que promulgó la fatwa en 1989, el imán Jomeini, la suerte del escritor depende de una interpretación subjetiva.

Este tipo de estupideces dan para mucho y Joseph Anton, que se llama así porque es el pseudónimo que tuvo que escoger para esconder su verdadera personalidad y lo formó tomando los nombres de dos de sus autores favoritos, Joseph Conrad y Anton Chéjov , es un volumen de setecientas páginas muy bien escritas y que contienen anécdotas muy divertidas sobre la bestialidad y estupidez de aquella ley donde el más perjudicado no ha sido precisamente el propio Rushdie sino algún que otro traductor, como Hitoshi Igarashi, al que asesinaron en Tokio, su traductor italiano, Ettore Capriolo, apuñalado en Milán, el editor noruego de Versos satánicos, el libro origen de la fatwa, William Nygaard, al que tirotearon en Oslo y se quedó gravemente herido, o las 37 personas muertas en Sivas, en Turquía, al arder un hotel por manifestantes integristas que protestaban contra Aziz Nesin, traductor de Rushdie al turco. Y conviene recordar esto porque el mundo mediático, perverso en su total amnesia, parece centrarse en un escritor hindú que ha vivido como un topo, al modo de una película de espías basada en alguna novela de John Le Carré, durante veinte años, cuando en realidad ha sido uno de los hombres más protegidos del mundo al ser prioridad estratégica del gobierno británico.

Lo dije antes. Rushdie no es un autor que me guste especialmente. Creo que su éxito se ancla más en ciertos avatares de su carrera, como ha sido esa condena de la fatwa que ha determinado desgraciadamente vida y fama, que a la creación de una obra de gran excelencia. Hijos de la medianoche, la novela que le consagró en el mercado anglosajón, debe mucho a haber introducido en inglés muchas de las técnicas y, sobre todo, el espíritu de cierta narrativa latinoamericana, en especial el ejemplo de Gabriel García Márquez, en un idioma nada proclive el barroco desde hace siglos, y que él, como buen hindú, supo explotar en las carencias que el idioma tenía. En una palabra, vendió exotismo, algo muy arriesgado, y le salió bien porque Rushdie es un escritor profundamente intuitivo y aunó con mucho talento calidad literaria con ciertas corrientes que demandaba el momento. Un ejemplo de que lo mejor de Rushdie se halla en ese juego que establece con el barroco se halla en el primer capítulo de este libro de memorias, “Un contrato faústico a  la inversa” donde cuenta la admiración, la pasión y la fascinación que desde niño ejercieron en él las historias. No hay que olvidar que él es un hijo de Bombay y de raíz musulmana: ahí se conjuga el Mahabaratta con la matriz de Las mil y una noches y, por tanto, la pervivencia del mundo fantástico sobre el natural, aunque, sigo pensando, la deuda con la literatura latinoamericana es determinante. Luego, reconozco detalles extraños, como el que no nos dejara ver a su bella esposa, Padma Ladski, cuando la editorial Mondadori nos invitó a un encuentro casi clandestino con el autor en una sala del Hotel Palace, e incluso ese gesto estudiado de elegancia descuidada tan de los oxbridges que hace que contraste aún más si cabe su lado hindú, cosa que hace cuando sostiene el gin tonic en los saraos, incluidas sus apariciones en la pantalla, caso de El diario de Bridget Jones, donde se le veía, y poco más, creo que eso se llama cameo,  bebiendo en una fiesta, Y, reitero, puestos ya, ese instinto de fiera para de un modo u otro ser siempre el centro de la melée mediática, cosa que desde Warhol parece obligatorio en el mundo de la creación. Pero hay que reconocer que Joseph Anton hace honor al título: se halla aquí un digno anecdotario que vale por mil historias. Desde luego las variadas situaciones, muchas tragicómicas, debidas a la fatwa, pero también otras como cuando cuenta el modo en que el fotógrafo Gustavo Thorlichen le pidió a Jorge Luís Borges que le escribiera el prólogo a un libro de fotografías de edificios de la ciudad de Buenos Aires y el modo en que Borges aceptó el reto e,  incluso, sus relaciones con Padma, a la que llega a acusar de cierto egoísmo en su relación por ser él un  escritor famoso. Cosas así son las que le hacen antipático y que veamos en sus gestos oxbridge pura afectación de emigrante de lujo. Por eso prefiero a sir Vidia que ha resuelto ese fatuo imaginario colonial de otra manera mucho más terrible y hasta con ciertos ribetes fascistoides, lo que añade cierto dramatismo a una vida por lo demás muy teatral.

En el libro hay de todo, como corresponde  a una vida nada oscura y que ha sido primer plano en los noticieros durante muchos años. Pero Joseph Anton no es un libro dedicado en exclusiva a los avatares provocados por la fatwa, sino que es un canto a la pasión por la literatura, como por otro lado debe corresponder  a un escritor. Se encuentran en él páginas muy bellas, de las mejores del autor, páginas inspiradas porque en cierta manera es un personaje sutil, complejo. Y si en Pakistán, donde querrían verle bien muerto, llegaron a acusarle de querer sembrar de discotecas el país, algo parece ser que terrible por aquellos pagos, no por ello Rushdie se entregó como perro con rabo entre las piernas a aquellos que le acogieron: sabida es su crítica a Tony Blair y George Bush a los que acusó de ser integristas cristianos o su maravillosa defensa de la libertad de expresión basándose en la tolerancia hacia la pornografía. Cosas así le redimen de pecados veniales. Como ven, tratándose de su persona siempre termina saliendo la religión por medio, aun sea como metáfora.

1 Comment
  1. Valorie says

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