Ana María Matute: nacida para escribir

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muerte de Ana María Matute
Ana María Matute, en una imagen de 2011 / S. Barrenechea (Efe)

Ha muerto la mujer cuyo destino como escritora parecía haber sido sellado desde su más tierna infancia. Ana María Matute escribió su primera novela, Pequeño teatro, a los 17 años y desde allí su carrera como novelista y cuentista parecía subir imparable hasta que, en 1952, se le atravesó en el camino el que fuera su marido, un pretendiente a escritor que no se portó muy bien que digamos durante los años que duró su matrimonio, hasta que Matute se separó de él, en 1963, teniendo que soportar a duras penas la separación de su único hijo, al que ni siquiera permitían ver.

Para recuperarse de tamaña experiencia Ana María necesitó algún tiempo, grandes dosis de soledad, la ayuda balsámica del whisky y el extrañamiento a Estados Unidos, a donde se marchó como lectora de la Universidad de Boston, para dejar atrás la España miserable de la época. Con todo, la depresión fue una vieja conocida que le anduvo pisando los talones cada cierto tiempo.

Sin embargo, su pulsión de escritora pudo con las adversidades y, empuñando lanzas y flechas, Matute se enfrentó a ellas hasta derrotarlas, sin tener que morir en el transcurso de las mil batallas. Soñando, quizás –por seguir robándole a Shakespeare sus expresiones-, para engendrar una nueva generación de libros que inauguró con el gran tomo de Olvidado Rey Gudú. Pero eso ha sido hace nada, eso fue antesdeayer.

Años antes, muchos, Ana María Matute había escrito historias que definieron su estilo, de una dureza a veces insoportable, porque la vida es dura, decía ella. La trilogía –un formato que le gustaba especialmente- de Los mercaderes (1960), que reúne las novelas Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa, apunta la cadencia de una literatura sin concesiones que narra la crueldad, las malas intenciones, la desdichada estopa de que parecen compuestos muchos seres humanos.

La voz dulce de Matute, aniñada, la forjó la escritora a base de dejar crecer en su cabeza la rica fantasía que sembraba en los castigos al cuarto oscuro de que disfrutó de pequeña -así lo contó muchas veces-; allí donde la oscuridad y el silencio eran caldo de cultivo perfecto para la creación. Dan fe de ello los montones de cuentos infantiles que ha publicado y la propia explosión del Rey Gudú que la hizo popular definitivamente en España y fuera de ella.

No se le han escatimado los premios, desde el Nadal, al Planeta, del Nacional de Literatura al Nacional de las Letras y el Cervantes. Y el de la Crítica, el Café Gijón, el Nacional de Literatura Infantil, el Fastenrath de la RAE… Hasta fue nombrada para el Nobel, en 1976, aunque acabó ganándolo Saul Bellow.

Dicen que, antes de morir, dejó en manos de su editor una última novela, Demonios familiares, novela póstuma que retoma la fecha fatídica del comienzo de la Guerra Civil, 1936. Los ecos de su voz resuenan en los lectores de sus obras, sobre todo. Quizás, también, en los salones de la Real Academia Española, de la que ocupó el sillón K. Ella ha contado que lloró al leer la muerte de Don Quijote, temiendo que triunfara la sensatez, al desaparecer con el hidalgo la locura. Quizás por esa razón, Ana María Matute procuró sembrar locura e inocencia a raudales. Para que, a pesar de que ahora decididamente van ganando los malos, se conserve la esperanza de salvarnos. Gracias, Ana María; que la tierra te sea leve.

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