Niveles de vida

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Portada del libro
Portada del libro.

Afrontar la muerte de alguien a quien se ama cuando en la sociedad de los pretendidos inmortales apenas se puede hablar de ella es una tarea de héroes o de grandes escritores. Julian Barnes se encuentra en el segundo grupo. Lo hizo jocosamente –con la risa floja que producen los nervios ante un acontecimiento tan irreversible- en Nada que temer, y repite ahora en Niveles de vida (Anagrama, 2014), de un modo muy diferente pero son su sello inconfundible: esa combinación de mirada penetrante en las cosas de la vida salteada en el humor elegante y sutil que le caracteriza. Barnes tiene la propiedad de descategorizar lo solemne y hacer sonreír al lector sin perder una pizca de seriedad.

Barnes escribe tres historias que son una en realidad, porque las dos primeras le sirven para entrar en la tercera que las contiene a todas. Cuenta las hazañas de los primeros exploradores del aire en globos aerostáticos, aventuras que a menudo terminaban en la muerte. Cuenta que Nadar, el fotógrafo aventurero polifacético, cuyo nombre era en realidad Tournachon, aprovechó el invento para disparar las primeras fotografías aéreas que se conocen. Cuenta, asimismo, la pasión amorosa que el viajero británico Fred Burnaby –quien ya aparecía en la primera historia- sintió por Sarah Bernhardt, la gran actriz del momento que le rechazó porque ella era demasiado bohemia para él, muy celosa de su independencia.

Todos ellos sobrevuelan la historia que es la de la vida; todos, incluida su mujer, a quien va dedicado el libro, se han roto una pierna al caer de una altura, “la altura desde donde cae cada uno de nosotros en la vida”.

Las dos historias primeras del libro empiezan: “Juntas dos cosas que no se habían juntado nunca” y el mundo cambia o a veces funciona y a veces, no. La última parte ve modificada ligeramente la frase: “Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas…” y aquí comienza el relato del duelo.

Tras recontar los intentos que la gente ha hecho por aminorar el impacto que produce el momento de la muerte de un ser querido, Barnes concluye –como hizo E. M. Forster- que “una muerte puede explicarse a sí misma, pero no arroja luz sobre otra”. Así que cada cual ha de afrontar su propio duelo con los instrumentos de que disponga, aunque toda la literatura clásica y moderna creada sobre el tema sirva de muy poco a la hora de la verdad, cuando llega el momento.

Lo más extraordinario de Barnes es la manera como emprende el camino del duelo por su mujer, Patricia Kavanagh, que falleció hace seis años, en octubre de 2008, y su forma de desarrollarlo: un sosegado paseo, a pesar del dolor que se desprende constantemente de sus palabras, por lo inevitable de la vida, su acabamiento, deteniéndose en el dolor ajeno, considerándolo, compadeciéndose, literalmente, de lo que nos une como humanos.

Me parece que es precisamente el estilo de Barnes, su impronta inconfundible, su marca de autor. En Nada que temer, escribe sobre la muerte de su familia deteniéndose en cada miembro que iba falleciendo, sin perder un fino sentido del humor, y confrontando las posturas de su hermano mayor, más pragmático que él, menos espiritual, a propósito de la discusión sobre si no podría darse que Dios existiera de alguna forma, después de todo.

Decía entonces, vale, “no creo en Dios, pero lo añoro”. Aquí vuelve a la idea: “Cuando matamos -o exiliamos- a Dios, también nos dimos muerte”, dice, para añadir inmediatamente: “Hicimos bien, desde luego, en matar aquel amigo nuestro tan antiguo e imaginario […] pero cortamos la rama en la que estábamos sentados. Y la vista desde allí, desde aquella altura –aunque fuese sólo un espejismo-, no estaba tan mal”.

El libro es, pues, una reflexión sobre la pérdida, vista desde la altura, desde donde se acusa mejor su paisaje. Barnes explora a menudo la muerte en sus libros, desde su primera novela, Metroland, hasta La mesa limon, el mencionado Nada que temer y, desde luego, en su celebérrima El loro de Flaubert. También recorre vidas de sus personajes, desde la infancia hasta los años de la jubilación, como en Inglaterra, Inglaterra o en Mirando al sol y en la misma Metroland.

Casi al final del libro hay una imagen que desencadena la reflexión primera y última, cuando los personajes que van en globo por encima de una nube avistan la imagen de su nave proyectada por el sol, “la bolsa de gas, la barquilla y, claramente perfiladas, las siluetas de los tres aeronautas […] Y lo mismo ocurre con nuestra vida: tan clara, tan segura, hasta que por una razón u otra –el globo se mueve, la nube se dispersa, el sol cambia de ángulo- la imagen se pierde para siempre, se torna accesible sólo al recuerdo, se convierte en anécdota”.

Como pasa con las historias escritas magistralmente, cuando una cierra el libro relee algunas páginas, por el gusto de hacerlo. En la cabeza queda resonando el tono, el estilo, la marca del autor, que en Barnes, es de las brillantes.

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