La pregunta sin respuesta

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Charles Ives, en 1913. / Wikipedia

En 1951, poco después de la muerte de Arnold Schönberg en su exilio estadounidense, su viuda encontró entre sus papeles un apunte que decía: “Un gran hombre vive en este país: un compositor. Ha resuelto el problema de cómo preservarse y aprender únicamente de sí mismo. A la negligencia responde con el desprecio. Ni la alabanza ni la censura le afectan. Su nombre es Ives”. Gertrud supuso que al destinatario de este elogio, le gustaría conservarlo y se lo envió por correo.

Este reconocimiento oficioso, de puño y letra del revolucionario musical más célebre del siglo, llegaba un poco tarde, cuando Charles Ives ya era un anciano de 77 años al que le faltaban apenas dos para morir. Hacía mucho que había abandonado la composición y declinaba cualquier invitación, incluso cuando algún joven talento le pedía que asistiera al estreno de una de sus viejas partituras, arrambladas durante años en el olvido. Schönberg tenía razón al hablar de negligencia: directores de orquesta, pianistas, promotores y críticos se habían puesto de acuerdo en ignorar sus obras, considerándolas poco más que batiburrillos de aprendiz donde se mezclaban simples y hermosas melodías con audaces disonancias.

Ives nunca pretendió vivir de la composición, no lo necesitaba. Venía de una buena familia de Nueva Inglaterra y se dedicó profesionalmente al negocio de las pólizas de seguros, donde hizo una fortuna con su teoría de la técnica de la venta puerta a puerta. Escribía música en sus ratos libres, como si fuese un pasatiempo, enormes y extrañas sinfonías de aliento hímnico, fugas arcaizantes, sonatas con injertos de toques militares y baladas folklóricas, experimentos orquestales en donde se entrecruzaban dos o tres melodías con tonalidades y ritmos distintos. Nadie comprendía que, en los albores del siglo XX, en un rincón de los Estados Unidos, un agente de seguros profetizaba con años de antelación la misma contienda artística que en Europa protagonizarían Stravinsky, Schönberg y Bartók. La fama le llegó con medio siglo de retraso, más o menos a la vez que la carta póstuma del padre del dodecafonismo. Henry Cowell y Leonard Bernstein, entre otros, emprendieron una cruzada a favor de Ives, pero el anciano compositor prefería quedarse en casa, escuchando los estrenos de sus obras por la radio. En 1949, en una de las raras entrevistas que concedió, el redactor musical del New York Times, Howard Taubam, le dijo que él se había adelantado a casi todas las innovaciones musicales del siglo. Charles Ives alzó las manos y respondió: “¡Pero yo no tengo la culpa!”

Entre 1890 y 1916, Ives compuso varias sonatas para violín y piano, dos grandes sonatas para piano, cuatro sinfonías y varios fragmentos orquestales que apenas si obtuvieron repercusión. En esas piezas anticipaba, de un modo completamente original, algunos de los futuros logros de la vanguardia: melodías múltiples, rupturas de ritmo, microtonalidad, emancipación de la disonancia. La imagen de un aficionado, un exitoso hombre de negocios que se refugia en su estudio para dedicarse al hobby de la composición musical en lugar de a la ebanistería tal vez resulte entrañable, pero es falsa. A pesar de la hostilidad o el desdén con que recibían sus obras, Ives era completamente consciente de la importancia de su trabajo. En los Ensayos previos a una Sonata, el texto que acompaña a su obra capital para piano, la Sonata Concord, escribió: “Tal vez la música no haya nacido todavía. Tal vez no se ha escrito ni oído ninguna música. Tal vez el nacimiento del arte tendrá lugar en el momento en que el último hombre que desee ganarse la vida con el arte se haya ido, y se haya ido para siempre”.

En 1908, Ives dio a luz una partitura sinfónica de apenas 6 minutos de duración, The Unanswered Question, que puede considerarse una ilustración musical de un problema sin solución que arrastraba la música occidental desde antes de Bach, el que alborotó la escuela vienesa liderada por Schönberg, el dilema de si podía abandonarse la tonalidad en aras de la libertad o de si ese abandono suponía el sacrificio del pilar fundamental del oído humano. Ives subtituló la pieza, A Cosmic Landscape, y ese es el sonido con que se descubre a los oídos: un paisaje cósmico, un amortiguado y bellísimo entramado de las cuerdas desde el que, de repente, una solitaria trompeta lanza la pregunta, una inquietante melodía que se queda resonando sin conclusión aparente. Las maderas –flautas, clarinetes, oboes– se despiertan y empiezan a deambular, como si intentaran responder, o quizá acallar, el interrogante abierto. La trompeta repite la pregunta una y otra vez, sin cambiar una sola nota, y a su alrededor el caos se vuelve un magma primigenio y burlón, una cacofonía de voces que no conduce a parte alguna. Por último suena un remoto acorde en sol mayor que parece conducir el sonido a un remanso de paz, pero la pregunta vuelve a alzarse una vez más antes de desvanecerse en el silencio.

Obsesionado con la obra, Leonard Bernstein no sólo la apadrinó sino que la interpretó numerosas veces y hasta llegó a dedicarle diversos ensayos y ciclos de conferencias, ya que veía en ella planteado de forma meridiana el dilema esencial del nuevo siglo: “Por un lado, tonalidad y claridad sintáctica; por otro, atonalidad y caos sintáctico”. A lo largo de los años volvió a dirigirla con diversas orquestas y a examinarla desde diversos ángulos, pensando que The Unanswered Question de Ives escondía un abismo mucho mayor que un complejo acertijo musical: la angustia eterna del ser humano, la lucha entre la vida y la muerte ejemplificada en ese enorme paisaje cósmico donde, como apuntó Ives, las cuerdas representan "el silencio de los druidas, que no saben ni ven ni oyen nada", la trompeta lanza "la perenne pregunta de la existencia" y las maderas buscan "la respuesta invisible" y abandonan la búsqueda frustradas, antes de perderse en el silencio. “Pienso que existe una respuesta para la pregunta abierta de Ives” escribió Bernstein al final de sus ensayos. “En realidad, ya no sé exactamente cuál es la pregunta que plantea, pero sé que la respuesta es sí”.

ClassicalMusic11 (YouTube)

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