Caravaggio cierra con broche de oro la temporada de exposiciones del año

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Una mujer observa el cuadro "El Sacrificio de Isaac" 1603, de Caravaggio, en el Museo Thyssen. / Ángel Díaz (Efe)

¿Somos conscientes que, en apenas 500 metros, hay en Madrid este verano, casi juntitos, doce caravaggios y veintinueve boscos, más algún Velázquez, Bernini y Caravaggio, si unimos este medio kilómetro al Palacio Real, donde hay una exposición sobre estos maestros del Barroco? Estas cifras, casi brutales, de obras maestras hacen de Madrid este verano la capital del arte en Europa, por lo menos del arte renacentista y barroco. Estas cifras, brutales, ya digo, fascinantes, en definitiva, son posibles gracias a la última gran exposición del año, la que bajo el título de Caravaggio y los pintores del Norte, reúne en el Museo Thyssen desde el martes, 21 de junio al 18 de septiembre, 12 obras maestras del pintor italiano, algunas nunca expuestas en la ciudad, junto a las de pintores holandeses, flamencos y franceses, de los que cuelgan 40 obras. Entre los nombres, Rubens, Adam Elsheimer, van Baburen, van Honthorst, Nicolas Régnier, Louis Finson, Simon Vouet... algunos de los 2000 artistas que, se calcula, vivieron en Roma entre 1600 y 1630, cuya característica común es que eran caravaggistas apasionados. El resultado es que cambiaron el rumbo de la pintura europea del momento, como se vio en la muestra que organizó el Museo Nacional de Arte de Cataluña en 2005 bajo el título, rotundo, de Caravaggio y la escuela realista europea.

Caravaggio representa por varios conceptos la revolución pictórica del Barroco. Desde luego se ha repetido hasta el mareo lo del uso del claroscuro, lo de su inmensa y personalísima manera de componer, sus juegos de luces y sombras, pero la intensa expresividad de sus modelos sólo las consiguió gracias a una revolución anímica muy profunda: sus modelos son mendigos, prostitutas, y sirven de representación de santos y vírgenes. Un ejemplo, Santa Catalina de Alejandría, cuadro que cuelga triunfalmente en esta muestra del Thyssen, representa en realidad a la famosa cortesana romana, Fillide Melandroni. Otro: para La muerte de la Virgen utilizó como modelo al cadáver de una prostituta ahogada en el Tíber, con el vientre prominentemente hinchado. Todo el mundo, es decir, aristócratas, prelados, reyes, sabía de ello. La Iglesia nunca le tragó, quizá porque intuía que no podía asimilarle. La Iglesia menos los prelados y Papas que le protegieron, se entiende.

Esa inquina explica en parte, amén de la deriva del gusto, que en los siglos XVIII y XIX Caravaggio no fuera reconocido en su genio fundador, muy a su pesar, de la corriente naturalista que la Iglesia quiso imprimir a la Contrarreforma. Su atractiva y desatada vida de delincuente, aparte de su legendaria bisexualidad, mató al pintor Ranuncio Tomassoni en 1606 porque no se plegó a la mafia de dominio en el terreno del arte que Caravaggio ejercía en ciudades como Nápoles –dominio que extendió incluso a Malta y Sicilia– hizo que la depresión le fuera ganando terreno hasta desembocar en una buscada aniquilación. Ya digo, hubo que esperar hasta el siglo XX para que su obra fuera tan apreciada que André Berne Joffroy, que fue secretario de Paul Valéry, llegó a decir que con Caravaggio llegó la pintura moderna, algo que ilustres críticos como Lionello Venturi no sólo no desmienten sino que, en cierta manera, afirman. Sólo faltaba que un biógrafo como Graham Dixon, autor de una magnífica vida de Caravaggio, afirmando que éste fue un héroe romántico, para que la leyenda estuviese presta a convertirse casi en mito.

El comisario de la exposición, Gert Jan van der Sman, ha querido hacer un recorrido eminentemente cronológico, desde las brillantes composiciones de su primera época romana hasta sus tenebrosas composiciones presentes en sus últimos años. Lo que se expone es demasiado: Muchacho pelando fruta, de la colección de la Reina de Inglaterra; Muchacho mordido por un lagarto, de la Longhi de Florencia; Los músicos, del Metropolitan de Nueva York o La buenaventura, de los Museos Capitolinos de Roma. Estos cuadros se exponen en la sala introductoria, pintada de frambuesa, color muy apreciado por Caravaggio.

Hay más, algunos de autoría dudosa, como El sacamuelas; de los Ufizzi florentinos, El sacrificio de Isaac; David vencedor de Goliat, del Museo del Prado; San Juan Bautista en el desierto, del Nelson Atkins Museum de Kansas; La coronación de espinas, de la colección de la Banca Popular de Vicenza, o el San Francisco en meditación, del Museo Cívico de Cremona. Sólo estas obras, hay enormes ausencias porque no es una antológica de Caravaggio, como la que organizó el Quirinale de Roma hace ya 16 años, hacen de esta exposición una manera privilegiada de acercarse al pintor lombardo.

Composiciones de alto vuelo, detalles imprevistos, enorme capacidad de visión, tumultuosa, colorida y sensualidad a raudales. Los músicos, cuadro que se siente, no sólo se ve, incluso se oye, sería muestra evidente de lo que aquí se expone. Casi pintura arcádica en contraste con las obras terribles que cierran la muestra: la espléndida El martirio de Santa Úrsula, y un autorretrato que pintó poco antes de morir en Porto Ercole.

El misterio Caravaggio todavía continúa. ¿Hace falta que hablemos de los cuadros flamencos y holandeses que fueron influidos por el pintor milanés?

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