Django en las nubes

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Django Reinhardt en 1946.
Django Reinhardt en 1946. / Wikipedia

Cuenta la leyenda que cuando Tony Iommi, el futuro guitarrista de Black Sabbath, perdió dos falanges en un accidente, cayó en la desesperación. Todavía era muy joven y aquellos dedos decapitados le vedaban para siempre la rapidez, la gracia, las centelleantes ráfagas de escalas que alfombran los infiernos del heavy metal. Entonces un amigo le puso un viejo disco de jazz, una antigüedad crepitante entre cuyos crujidos asomaba la elegancia limpia, cristalina y veloz de una guitarra como jamás había escuchado otra. Iommi se quedó de piedra cuando vio, en la funda del disco, que el intérprete tenía la mano izquierda chamuscada, que se aferraba a los trastes con lo que parecía la garra herida de un pájaro. Se llamaba Django Reinhardt y su amigo le explicó que tocaba con el meñique y el anular inutilizados desde que un incendio hizo cenizas la caravana donde dormía. No había muerto de milagro. Aquel gitano magistral se recobró pronto de las quemaduras y siguió tocando como si nada, como si Dios le hubiera hecho un favor al extirparle dos apéndices superfluos. Iommi aprendió la lección, se colocó dos prótesis de goma coronando sus falanges amputadas, bajó la afinación del instrumento y se lanzó a cascarse algunos de los riffs más contundentes de los setenta.

Django Reinhardt nunca echó de menos aquellos dos dedos perdidos, al menos, no mientras empuñaba la guitarra. No los necesitaba para ir firmando algunos de los solos más espléndidos del jazz, del mismo modo que a Cervantes le sobraba la mano izquierda para escribir el Quijote. Su minusvalía no era más que una anécdota, igual que si hubiese sido calvo o le oliesen los pies o usara dentadura postiza. Una ilustre pléyade de guitarristas de jazz -de Wes Montgomery a Pat Metheny, de Jim Hall a John Scofield, de Charlie Christian a John McLaughlin- lo consideran el santo patrón de las seis cuerdas. Daba igual que trastease con tres dedos o que rasguease con un pie: Django estaba tocado por la gracia divina, por eso era el único ser humano que emocionaba a Emmet Ray, -el imaginario guitarrista de Acordes y desacuerdos, de Woody Allen- quien se echa a llorar con sólo recordar su nombre y que se desmaya en su camerino cuando unos amigos le gastan la broma de que está fuera, entre el público, y que ha venido a escucharlo.

Una película, dirigida por Etienne Comar y estrenada en la Berlinale, va a llenar la pantalla con la gloria y la alegría de Django Reinhardt. Dicen los críticos que Django resulta tópica y desangelada, aunque yo no hago mucho caso de los críticos, excepto de algunos francotiradores como Iván Reguera. De antemano, la cinta cuenta con todos los ingredientes para extraer un biopic jugoso y emocionante, ya que se centra en sus diversas peripecias para escapar de la Francia ocupada por los nazis. Django, que era gitano hasta las uñas, no acabó sus días en los campos de exterminio como tantos de sus hermanos de raza sólo porque en París estaba bajo el amparo de Swing Doc, que era como se conocía al lugarteniente Schülz-Köhn, un ferviente melómano. Después, cuando fracasó su segundo intento de fuga, junto a su esposa embarazada y su madre, tuvo la increíble suerte de caer en manos de un oficial alemán que también era admirador suyo.

Nacido en un campamento gitano, en el pueblecito belga de Liberchies, la breve y ajetreada existencia de Django Reinhardt (murió en 1953, a los 43 años) estuvo marcada por el nomadismo y por la música. Aprendió a tocar de oído en un banjo, copiando de los músicos callejeros los acordes y las escalas. Cuando en 1928 se produjo el incendio que estuvo a punto de costarle la vida, emergió de la cama donde estuvo postrado año y medio para inventar una digitación completamente personal sin más apoyos que el dedo corazón y el índice de la mano izquierda. La leyenda también cuenta que conoció a Stéphane Grapelli en la calle y que estuvieron a punto de llegar a las manos por ver qué banda se quedaba con el mejor puesto, pero decidieron juntar fuerzas y formaron una de las alianzas más hermosas y duraderas de la historia del jazz: bajo la égida del Quinteto del Hot Club de France, el violín de Grapelli y la guitarra de Django hacían diabluras, hacían el amor y hacían catedrales de aire. Cuando un Grapelli ya sexagenario, escoltado por el contrabajo de Niels -Henning Orsted Pedersen, quiso homenajear a su compañero en un disco, Young Django, tuvo que llamar a dos intérpretes excepcionales, Larry Coryell y Philip Catherine, para cubrir el hueco irremplazable que había dejado a la guitarra.

WGON Music (YouTube)

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