Robert Evans: el ‘playboy’ que sustituyó a los contables en el trono

  • El legendario productor ha finalizado el contrato que lo unía a los estudios Paramount, para los que comenzó a trabajar en 1966
  • Parecía un playboy y lo era, pero aquel tipo presumido sabía más de cine que los contables y ejecutivos con carrera de empresariales

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El legendario productor Robert Evans ha finalizado el contrato que lo unía a los estudios Paramount, para los que comenzó a trabajar en 1966. El estudio ha estimado oportuno no renovar el contrato que lo mantenía ligado a Evans y a través de una nota le han mostrado su agradecimiento: “No hay palabras para expresar la gratitud y reverencia hacia Evans, cuyo nombre es sinónimo de la empresa y la magia del cine”. 
Evans, que efectivamente tuvo una tremenda relevancia para el estudio, fue un cliché con patas: pelo engominado, enormes gafas de sol, trajes de sastre, carísimos zapatos italianos, pasión por los habanos... Una de las más legendarias fotos de Robert Evans, cuyo verdadero nombre era Robert J. Shapera, es aquella en la que aparece hablando con un teléfono blanco desde su despacho. Posa sobre la mesa sus zapatos de tacón y muerde una de las patas de sus enormes gafas.

Lleva la camisa exageradamente abierta, se puede observar perfectamente su pecho, plagado de bello negro. Al fondo, en la pared enmoquetada, se ven decenas de fotos enmarcadas. Son sus trofeos de caza, instantáneas con la nobleza de Hollywood a la que él llegó desde Nueva York.

Parecía un playboy y lo era, pero aquel tipo presumido sabía más de cine que los contables y ejecutivos con carrera de empresariales. Aquel individuo vanidoso con pelo aceitoso fue uno de los responsables de la llegada de Nuevo Hollywood, una generación de cineastas que dieron al cine americano una era de libertad, creatividad y arte como no se ha vuelto a ver y no se verá porque ya no hay público para ese cine. Para Evans lo primero era hacer las mejores películas con los mejores cineastas y después las recaudaciones, que fueron casi siempre excelentes. Y para competir con contrincantes como Fox, Warner o Columbia había que contratar a la crema de la crema, tanto norteamericana como europea.

Evans se cambió el nombre para ser actor, pero como demostraron sus trabajos en El hombre de las mil caras o Fiesta, resultó ser un intérprete espantoso, totalmente incapacitado para la actuación. En la primera película, basada en la novela de Hemingway y con Ava Gardner y Tyrone Power como estrellas, interpretaba a un torero llamado Pedro Romero y en la segunda al legendario productor Irving Thalberg. Ese papel fue una señal del destino. Thalberg, también nacido en Nueva York, delgado y de pelo moreno como Evans, fue conocido como “el chico maravilloso” o “el chico de oro” por el poder que tenía a su edad, su tremendo talento para oler los éxitos y su envidiada sagacidad para elegir buenos guiones.

Además, Thalberg sabía seleccionar a las estrellas adecuadas, buscar los mejores equipos y lograr éxitos de taquilla o al menos obras rentables. Thalberg, que nunca buscó aparecer en los créditos de sus películas, cambió la figura del productor tal y como se conocía en Hollywood, la hizo un símbolo de control creativo, de imaginación y de responsabilidad final de toda película. Y eso quiso ser Evans.

Cuando entró a trabajar en Paramount, la famosa empresa cinematográfica no pasaba por su mejor momento y necesitaba con urgencia un éxito. Y ese monumental éxito llegó gracias a Evans y con Love Story, protagonizada por la mujer que le volvería loco y le partiría el corazón: la modelo y actriz Ali MacGraw. La pareja Evans/MacGraw fue la favorita de muchos paparazzis. Los dos se convirtieron en príncipes de las fiestas de aquella era dorada del cine americano. Evans y MacGraw, eso sí, duraron solo tres años en los que les dio tiempo a tener a su hijo Joshua, calco de su padre y que ha aparecido como actor en películas de Oliver Stone como Nacido el cuatro de julio o The Doors y ha dirigido siete películas que nadie ha visto.

El mayor error de Evans, entre su nutrida colección de errores, fue dejar que MacGraw se fuese a rodar a Texas La huida, de Sam Peckinpah. En aquel duro rodaje, como todos los de Peckinpah, se enamoró perdidamente de Steve McQueen, algo que se entiende perfectamente. Dejó destrozado a Evans, le pidió el divorcio y duró con el actor cinco años, hasta 1978, dos años antes de la muerte de McQueen de cáncer de pulmón y con solo 50 años.

El año en el que Evans se divorció de MacGraw fue el más importante de su carrera. Se lo jugó todo a una carta: El padrino, de la que ya hablamos ampliamente en cuartopoder. Ante las presiones de Paramount, Evans se hizo fuerte tras su teléfono blanco y demostró su tremendo talento como productor. El estudio no quería saber nada de Marlon Brando ni de los jóvenes Al Pacino y Francis Ford Coppola, pero Evans defendió que todos eran necesarios y en especial Coppola. Y lo sentenció con una frase que ya es historia del cine: “Esta película tiene que oler a pasta”.

Otro de sus fichajes estrella fue Roman Polanski, del que admiraba su talento visual y su trabajo con los actores. El polaco acababa de estrenar su comedia El baile de los vampiros, rodada en Inglaterra (en los estudios Elstree y Pinewood) y en la que conoció a Sharon Tate. Evans acababa de comprar los derechos de la novela de Ira Levin El bebé de Rosemary y le ofreció a Polanski escribir su adaptación y rodarla. Aceptó y Evans lo instaló en una mansión con cascada y secretaria personal.

La semilla del diablo fue un gran éxito como lo fue Chinatown, joya del cine negro de la que fue productor ya con su propia compañía de producción: Robert Evans Company. Con Chinatown, Evans consiguió la única nominación al Oscar de toda su carrera. Fue en 1975, el año en el que el Oscar al mejor productor se lo llevó, curiosamente, Francis Ford Coppola por El padrino II.

Su siguiente película como productor también fue con un europeo como director: Marathon Man, dirigida por John Schlesinger, realizador londinense que había triunfado en Hollywood con Cowboy de medianoche y rodado para Paramount el fiasco Como plaga de langosta. Marathon Man (protagonizada por Dustin Hoffman, que parodió a la perfección a Evans en Cortina de humo) fue un éxito. Como también lo fue Domingo negro pero no sus siguientes películas: Pasiones en juego (con Ali McGraw), Cowboy de ciudad (con Travolta) y Popeye (con Robin Williams). Las tres fueron un desastre.

En los ochenta Evans volvió a llamar a Coppola, arruinado tras el batacazo del musical Corazonada. Y lo hizo para proponerle otro musical, una película llena de jazz y en el que el director de El padrino volvería al mundo del crimen organizado. Se llamó Cotton Club y a pesar de su impecable factura y su maravillosa banda sonora tuvo muchos problemas y fue amputada en la sala de montaje.

Tras Cotton Club, Evans comenzó su decadencia y solo estrenó películas mediocres como Sliver (basada en otra novela de Ira Levin), Jade, El Santo o Cómo perder a un chico en 10 días. Y no solo comenzó su decadencia en lo profesional, también en lo personal: a Evans lo destruyó la cocaína y hasta llegó a ser sospechoso de un asesinato.

Completamente arruinado, los acreedores le reclamaron su preciada casa de Woodland (Bervery Hills). La mansión, con piscina elíptica y un jardín plagado de rosales, fue proyectada en 1942 por el arquitecto John Woolf para el diseñador de interiores James Pendleton. Y en un acto de generosidad que medio Hollywood todavía recuerda, Jack Nicholson la compró y se la regaló. Evans le había convertido en una estrella y ahora Jack le devolvía el favor.

Hoy Evans, a sus 89 años, retirado y rodeado de sus viejas fotos y recuerdos, descansa en esa misma mansión.

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